“Algo muy grave va a suceder” vs. “Aquí no va a pasar nada”

Hay que aprovechar el tiempo mientras el gobierno se asa en su propia salsa.

Hace más de medio siglo leí un cuento de García Márquez que se inicia, desarrolla y concluye alrededor de una misma frase: “Algo muy grave va a suceder en este pueblo”.

Les presentó el comienzo de la historia:

En un pueblo muy pequeño hay una señora que tiene dos hijos. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

He amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

La frase va calando e invadiendo con su mal augurio la vida de los pobladores, hasta hacerse insoportable, inexorable:

Llega un momento en que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

Yo sí soy muy macho —grita uno—. Yo me voy.

El hombre agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todos lo están viendo. Hasta el momento en que dicen:

Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa

Y entonces la incendia y otros incendian también sus casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:

—!Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca!

Para los venezolanos, ese augurio, al principio escandaloso: “Algo muy grave va a suceder”, nos ha resultado cada vez más cierto, al punto de ser tan evidente que ya nadie lo repite. La desbandada que continúa viviendo Venezuela no es una ficción ni una hipérbole. Una población equivalente a millares de pueblos ha abandonado sus casas, su trabajo, su patria.

Ahora se cierne sobre nosotros otra frase quizás más trágica, más perversa y ciertamente ominosa (que produce temor, rechazo o repugnancia por contener peligro, azar, o mala suerte): “Aquí no va a pasar nada”. Un ejemplo revelador es el video de un rancio adeco a quien le preguntaron qué iba a pasar el 10 de enero de 2025. Bajo el sol radiante del gran patio de la Asamblea Nacional, el hombre contesta con tono de abuelo sabio y sensato:

Aquí no va a pasar nada, solamente un acto contemplado en la Constitución bolivariana de Venezuela. Acá, en el Palacio Legislativo se va a juramentar a Nicolas Maduro como presidente de Venezuela por un nuevo período.

El hombre estaba describiendo, incluso saboreando, el meollo de nuestra tragedia al calificar de “nada” la coronación de un tirano ampliamente derrotado en una elección democrática. Me temo que la carga de este “Aquí no va a pasar nada” está resultando aún más devastadora y viral que el “Algo muy grave va a suceder” de Garcia Márquez.

¿Qué nos significa y qué genera esa supuesta nada?

La Real Academia nos ofrece desconcertantes extremos al intentar definir la “nada”. Desde la trágica e infinita, inexistencia total o carencia absoluta de todo ser, hasta una versión irrelevante y pasajera: cualquier cosa, especialmente si es poco importante.

Todos hemos conocido ambas instancias. Pensemos en cómo nos ha calado la idea de la “nada” a lo largo de nuestras vidas. No es lo mismo escuchar la frase: “Usted no tiene nada”, en el consultorio de un neumonólogo, que frente al escritorio de un banquero.

Sartre era un especialista en estos asuntos (debió serlo antes y después de escribir «El ser y la nada». La nada de Sartre, más que circundarnos, está dentro de nosotros: “Ella no existe ni antes ni después del ser, ni fuera del ser, sino en el seno mismo del ser, en su meollo, como un gusano”. El filósofo nos está proponiendo que el hombre empieza por existir, por surgir en el mundo y, luego, inevitablemente se define. Empezamos siendo nada y vamos siendo lo que hayamos elegido o resultado ser, desde las más blanda y neutra de las indiferencias, hasta el más sacrificado de los fanatismos. Imagino que estas evoluciones no se dan una sola vez y para siempre en la vida de un hombre, o de una nación. Las concibo como ciclos que nos regresan a la nada, a la inopia, y nos permiten volver a elegir y hasta alcanzar un nuevo renacimiento.

En nuestro caso, la situación se ha vuelto tan crítica que nuestra propia y venezolana “nada” ahora se manifiesta como algo que ya no es posible remediar ni comprender. A un mismo tiempo vivimos una suerte de inexistencia política que asumimos como la peor de las tragedias y la más reiterativa de las comedias.

Frente a este terrible panorama es evidente que una elección democrática puede y debe ser una forma colectiva de definirnos, de enfrentarnos a la realidad, de generar concepciones lógicas y comprensivas. En este sentido, las elecciones venezolanas han sido conmovedoras, no solo por lo arrollador de los resultados, también por las dificultades enormes que hubo que sortear. Millones de ciudadanos que han sobrevivido en otras tierras no pudieron participar. Enfrentamos y vencimos sometidos a una ecuación terrible, pues mientras más daño te hace el sistema imperante, menos posibilidades tienes de votar. Y ahora, meses después, el voto pareciera haber desaparecido como vínculo y solución.

¿Por qué persiste esta sensación de que este 10 de enero no sucedió “nada” y “no se puede hacer nada”, cuando los votos de los opositores duplican a los favorables al gobierno? ¿Cómo tan pocos pueden dominar a tantos?

La respuesta que propongo se basa en dos paradojas que se autoalimentan. Creo que quienes queremos un cambio radical tenemos más opciones, más vidas posibles, pero menos medios para integrarnos en un mismo proposito. Vivimos en un mundo donde las fuentes de información y las plataformas de realización se han expandido al punto de aislarnos en infintos compartimientos. Bebemos de distintas fuentes. Ya no leemos los mismos periódicos, ni vemos los mismos canales de radio o televisión. Los partidos políticos son efímeros y en sus siglas ya no aparece la palabra democracia. Estamos desperdigados, unidos por sensaciónes, carencias, asombros, desconciertos, lamentos y aislamientos, pero no por conceptos, ideologías, plataformas, proyectos. Estamos desperdigados. Sentimos las mismas carencias, la misma opresión, pero no encontramos como encausar nuestra rebelión. Tenemos una líder, pero no un plan, una estructura, un método. No conformamos una pirámide operativa sino una inmensa masa amorfa, plana y expectante. Hasta ahora solo nos ha unido, y con una cohesión sorprendente, el voto.

Nuestra condición no se debe a nuestra venezolanidad, es más bien un fenómeno universal. La multiplicación arrolladora, exponencial, de los medios de información tiende a fragmentarnos, a aislarnos. Hoy existen tantos creadores de información como receptores. Todos y cada uno de nosotros cuenta con un medio para comunicarse que es potencialmente tan amplio como lo era cualquier periódico o estación de radio o televisión. Manejar tanta información, tantas posibilidades, nos ha hecho escépticos, quizás no insensibles pero ciertamente estamos aturdidos, inconexos, alienados en su sentido más básico, fuera tanto de la política como de la Polis.

Aristóteles examino este proceso en el que dejamos de ser sustancia para convertirnos en accidente, e insistía: “Fuera de la polis solo pueden vivir los dioses y las bestias”. A veces somos bestias que, ante una pantalla, creen ser dioses.

Al mismo tiempo, quienes cuentan con los recursos y la complicidad creciente de ser gobernantes y corruptos, más la integracion vertical y jerarquisada que genera el poder, no tienen otra opción que mantener esta suerte de tránsito cohesionado y mafioso hacia la nada, hacia la muerte de la Polis y de la política. Bajo esta dinámica la más primitiva y básica de las organizaciones, la militar, se torna inconmovible, tan sorda y ciega a la realidad del país como jactanciosa, reiterativa y apegada a la rapiña. En su afán de permanencia los zarpazos de quienes gobiernan serán cada vez más crueles, más insólitos, más destructivos, más injustos, incluso más primitivos pues ya no tienen más vida que la lenta muerte de la patria que han despreciado, envilecido, depauperado, desmoralizado y desintegrado.

En resumen, la acepción más banal, irrelevante y pasajera de la palabra “nada”, ha comenzado a prevalecer en nuestro idioma e imaginación, disolviéndonos, desintegrandonos, mientras la realidad nos asoma a la versión más terrible y, en nuestro caso más veraz, la carencia de medios para volver a ser una democracia.

La política debe reinventarse

La política de las nuevas democracias debe reinventarse digiriendo y encausando la arrolladora y acelerada presencia de los nuevos medios. Los venezolanos comprendemos la lógica de un cambio político, pero estamos atascados, obsesionados con la necesidad urgente e incuestionable de ese cambio. La consigna “Hasta el final” resulta arriesgada y tiende a debilitarse con el paso del tiempo, pero es comprensible. Ahora bien, después de ese épico final, ¿cuáles serán los principios, los puntos de partida? Es difícil mantener la fe en un proceso cuyo único propósito es lograr un cambio si no se conoce en qué consiste, a dónde nos lleva ese cambio.

Maria Corina aparece en la política con Sumate, un sistema para consultar a los ciudadanos a través de la recolección de firmas. Este nuevo medio fue una sorpresa con un gran impacto político. Chávez la enfrentó con alevosía revelando por primera vez su desprecio a una verdadera democracia.

La siguiente proeza del equipo de María Corina fue el sistema para preservar el resultado real y verificable de las elecciones (2024) hasta demostrar plenamente que el gobierno de Maduro había sido derrotado. Ahora estamos frente a una franca dictadura y habrá que crear una organización para enfrentarla con el respaldo de un 70% del país. Esta tarea parece sobrehumana pues exige, a un mismo tiempo, una victoria y una propuesta de futuro. No es suficiente invitar a vencer una dictadura, al mismo tiempo tenemos que comenzar a plantear, a diseñar e implementar un nuevo modelo democrático. Debe ofrecerse al ciudadano una organización para llegar tanto a un final como a un principio. Creo que es posible y necesario comenzar ya a estructurar las bases de esa nueva democracia. Una estructura política que emplea todas sus energías en derrocar a un gobierno malvado y enfermo puede terminar gastada sin haber llegado a ofrecer una alternativa real. No debe guiarnos solo lo que odiamos y nos destruye, también hace falta evidenciar y alcanzar lo que amamos y deseamos construir.

Una nueva democracia

Para dar un ejemplo (que resulta muy fácil de imaginar después del 10 de enero), creo que la estrategia a seguir era otra. El axioma es simple: “Ya que no podemos llenar calles que estan militarizadas vamos a vaciarlas”. El 9 de enero se ha debido anunciar que el 10 debía ser una jornada de aislamiento, de luto y reflexión. Los invitados extranjeros entendieron esta vía mejor que nosotros; solo asistieron los tiranos.

Más que un día de luto, el 10 de enero ha podido ser una jornada de reflexión profunda en el seno de cada familia para dialogar como va a ser esa nueva democracia. Tocar todos los temas y ofrecer las propuestas a un centro de información tan efectivo como el de Súmate, o el que nos entrego con prontitud y exactitud el resultado de las elecciones del 2024. Esta vía implica, sencillamente, aprovechar el tiempo mientras el gobierno se asaba en su propia salsa. Conocemos la enfermedad que padecemos, sus causas y consecuencias; sabemos que provienen de gobernantes que una vez fueron elegidos democráticamente. ¿Qué podemos hacer para que esta historia no se repita?

Entiendo que la primera parte es tan indispensable como titánica: remover el actual gobierno y vicios que se han hecho crónicos. Entiendo también que es difícil concebir una nueva democracia bajo el yugo de perseguidores desaforados, sin límites. Esas mismas dificultades pueden ser un aliciente y la prueba evidente de la necesidad de un nuevo modelo.

Venezuela necesita tanto creer en la posibilidad de otro destino. Digamos, para usar adjetivos más simples, de ser un país normal.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.