A mi lado pesimista
«Esta victoria, que está siendo grotescamente negada por una dictadura que finalmente ha quedado al descubierto, ha abierto puertas a nuevas posibilidades, algunas de las cuales aún no logramos prever por completo»
“¿Acaso no te das cuenta de que no hay nada que podamos hacer? ¿Que nos han derrotado?” Esta interrogante probablemente ha rondado la mente de muchos, y a mí también me ha asaltado en mis momentos de cansancio e incertidumbre. Quiero compartir con ustedes la respuesta que mi lado esperanzado ofrece a mi lado pesimista.
1. Un mundo de posibilidades
Me gusta la idea de concebir el mundo en términos de posibilidades. Por un lado, cada momento presente es el resultado de la materialización de algunas de las posibilidades que eran viables en el pasado. Por otro lado, el presente también es un conjunto de posibilidades, algunas de las cuales se concretarán para moldear el futuro. El devenir histórico, entonces, se presenta como un constante proceso de apertura y cierre, y de aprovechamiento o desperdicio de posibilidades. Así, en el telar de la existencia, nos encontramos como tejedores, hilando nuestra vida individual y colectiva con los hilos de elecciones conscientes e inconscientes.
En este sentido, es fundamental comprender que nuestras acciones están intrínsecamente entrelazadas con los relatos que creamos para interpretar las situaciones que vivimos y para actuar en consecuencia. Todos somos narradores, ya que, como seres que habitamos universos simbólicos, encontramos en la narrativa la herramienta fundamental para otorgar significado a los acontecimientos y conectarlos entre sí. Estos relatos, a su vez, nos permiten identificar o pasar por alto las diversas posibilidades presentes en cada situación histórica, y nos brindan la oportunidad de crear, en parte, el futuro.
Basándome en esta reflexión, deseo explorar el tema del pesimismo y el optimismo en la política.
2. Pesimismo y optimismo
Debo ser sincero: la actitud pesimista me parece arrogante. Implícitamente, intenta convencernos de que conoce todas las posibilidades del presente y que ninguna de ellas nos llevará a resolver nuestros problemas. Es como si el pesimista hubiera viajado al futuro y comprobado que todos los caminos están cerrados. Esta actitud puede llevar a alguien a regodearse en tener razón respecto a sus pronósticos. A veces, incluso sospecho que a algún pesimista no le importa cuán adversas se vuelvan nuestras circunstancias; lo fundamental es demostrar que su opinión era la correcta. ¿No nos resulta familiar el típico “Yo se los dije…”?
Es curioso cómo a menudo confundimos aquella conducta con realismo, pues es innegable que la realidad trasciende con creces los confines de nuestras mentes. En ella existen más posibilidades de las que normalmente logramos identificar. Ser realista, en este sentido, no implica cerrar los ojos ante lo inesperado; más bien, requiere mantenernos abiertos a las sorpresas y no pretender encerrar el mundo dentro de los límites estrechos de nuestras interpretaciones y planes.
Podría pensarse entonces que el optimismo es la actitud más adecuada para vivir en una realidad repleta de posibilidades. Creo que eso es cierto solo en parte. El optimismo también tiende a descartar ciertas posibilidades, fundamentalmente aquellas que considera negativas. Esta conducta, en ocasiones, puede resultar cándida e incluso irresponsable, ya que ignora los riesgos y amenazas que enfrentamos.
Simplificando las cosas, sostengo que tanto el pesimismo como el optimismo son miopes o incluso ciegos ante ciertas facetas de la realidad: el primero hacia las posibilidades positivas y el segundo, hacia las negativas. Dicho esto, si me pidieran elegir, me inclino hacia el optimismo. La razón fundamental es que el optimismo nos impulsa a seguir adelante, a perseguir las metas que nos hemos propuesto. En contraste, el pesimismo tiende a paralizarnos.
En líneas generales, considero que el pesimismo es inútil. Aunque entiendo que, en ocasiones, esa voz interna que no ve opciones puede sernos útil para evitar cursos de acción inviables o peligrosos. No obstante, es básico recordar siempre que esta perspectiva es una herramienta de doble filo que debemos manejar con cautela para no caer en la trampa del desánimo crónico.
3. Sobre el pesimismo, la depresión y sus usos políticos
Quizás estoy siendo demasiado crítico con la actitud pesimista. En Venezuela, son numerosos quienes han sufrido y continúan enfrentando dificultades, a menudo auténticas tragedias. La mayoría de los venezolanos hemos sido víctimas, de una forma u otra, del régimen dictatorial que surgió del socialismo del siglo XXI y que hoy muestra su peor rostro. Es indiscutible que tenemos muchas razones para sentirnos abatidos. El pesimismo, en este sentido, podría ser la manifestación de un estado depresivo.
Todos experimentamos momentos de tristeza. Esta respuesta emocional es normal, especialmente en circunstancias tan duras e inciertas como en las que hoy vivimos. La aflicción puede ser saludable, ya que nos permite procesar el duelo asociado a lo que no fue posible o a alguna pérdida. Es un proceso necesario para recomponernos y sanar. No enfrentar la experiencia dolorosa y cubrirla con un optimismo frívolo podría eventualmente llevar a que nuestro cuerpo “llore” nuestro sufrimiento a través de patologías insospechadas.
En todo caso, lo que quiero resaltar es que el pesimismo, cuando se arraiga como un estado de ánimo permanente, actúa como un velo que nos impide percibir posibilidades que existen a nuestro alrededor. Simultáneamente, la incapacidad para encontrar opciones nos hunde aún más en la tristeza. Este proceso da lugar a una peligrosa espiral emocional que no solo afecta al individuo, sino que también puede propagarse a otros. Y aquí radica la clave: ¿a quién beneficia que este estado emocional se generalice?
Es una pregunta retórica, desde luego. Sabemos bien que la dictadura venezolana, al igual que tantos otros regímenes autocráticos en la historia, emplea diversas tácticas para sembrar el desánimo entre la población. El chantaje, la represión, el encarcelamiento y, en ocasiones, incluso el asesinato, son herramientas que utiliza para generar miedo y mantener el control. Pero su estrategia, como también sabemos, no se detiene ahí. Recurre a la propaganda política para difundir mentiras, crear confusión y desanimar a quienes se atreven a enfrentarlos. Su objetivo es claro: inocularnos con el virus emocional del pesimismo, logrando así nuestra desmovilización y sometimiento. Para la minoría dominante, es crucial que la mayoría se hunda en la tristeza, viviendo una vida achatada y sin esperanza de cambio. Y que, finalmente, deje de joder.
4. Esperanza posibilista
Si aceptamos que tanto el pesimismo como el optimismo nos restringen de alguna manera en nuestra capacidad para descubrir, aprovechar y evitar posibilidades, según el caso, ¿cuál sería entonces la actitud adecuada para enfrentar nuestras circunstancias? El decir que deberíamos adoptar una mezcla de ambos me parece una respuesta simplista. Hablemos de la esperanza y del posibilismo.
La esperanza, tal como la concibo, se entrelaza con el proceso vital que busca incansablemente opciones para persistir. No nace de cálculos estratégicos ni de planes racionales; más bien, es una confianza indomable en que encontraremos o inventaremos posibilidades, en nuestro entorno y en nosotros mismos, que nos conduzcan hacia el destino deseado. A lo largo de la historia de la vida, incluso en sus formas más primitivas, encontramos respuestas al desafío fundamental de existir. En el caso de los seres humanos, esa vitalidad se convierte además en una reserva emocional que nos sostiene en tiempos difíciles e inciertos. Añado que una de las formas más poderosas de activar la esperanza en nosotros, como seres simbólicos, es contar con una imagen de un futuro deseable, un sueño que nos inspire. La visión de un mañana mejor tiene el sabor anticipado de la alegría que sentiremos en ese futuro. Es como si la esperanza nos sirviese para crear hilos invisibles entre nuestro presente y esa promesa de días más luminosos.
El posibilismo sería una perspectiva que aboga por tomar decisiones fundamentadas en las oportunidades reales disponibles en un momento específico, en lugar de aferrarse rígidamente a ideales o esquemas preconcebidos. Es una actitud pragmática (entendida en su uso corriente más que en su sentido filosófico), que busca adaptarse a las circunstancias concretas y encontrar soluciones viables. Un posibilista puede estar motivado tanto por nobles ideales como por intereses más egoístas. Sin embargo, lo que pretendo enfatizar es que un posibilista se esfuerza por no permitir que su estado de ánimo, pesimista u optimista, le impida reconocer las oportunidades y posibilidades que podrían ayudarle a avanzar hacia sus metas. Utilizando el llamado “pensamiento paralelo”, despliega ante sí, sin prejuzgarlas, todas las posibilidades que haya identificado o imaginado, para luego, con base en la información disponible, diseñar el curso de acción que mejor se alinee con sus objetivos y valores.
La esperanza y el posibilismo están entrelazados en nuestra mente y en nuestras acciones. Sin posibilismo, la esperanza puede volverse ilusoria; sin esperanza, el posibilismo carece de energía. Lo que, en suma, llamo “esperanza posibilista” es esa pasión que nos impulsa a buscar tenazmente oportunidades, tanto dentro de nosotros mismos como en los desafiantes contextos que enfrentamos, para avanzar hacia el futuro que anhelamos.
5. La espiral del liderazgo
Es común que utilicemos el término “liderazgo” para referirnos al conjunto de líderes. Sin embargo, en su esencia, el liderazgo es la relación dinámica que se establece entre quienes guían y aquellos a quienes guían. En este contexto, el uso del término “poderdantes” resulta apropiado, ya que subraya que el poder de un líder no es intrínseco, sino otorgado por aquellos a quienes lidera. Esta perspectiva va más allá de la pasividad que puede sugerir la palabra “seguidores”. Así, un logro o un fracaso político no puede atribuirse exclusivamente a una de las partes, aunque los líderes siempre carguen con una mayor responsabilidad.
Los verdaderos líderes consiguen persuadirnos de que lo que parece imposible en realidad puede alcanzarse, avivando la esperanza en nosotros e impulsándonos a la acción. Allí radica el enorme mérito de María Corina, pero también de Edmundo, Delsa, Andrés, Juan Pablo y algunos otros líderes. Convocaron a una tarea colectiva que muchos consideraban inalcanzable: participar en elecciones bajo la sombra de la dictadura, derrotar al dictador de manera terminante y organizarnos para demostrarlo al mundo. La esperanza posibilista movilizó a miles de héroes anónimos en los centros de votación, quienes se esforzaron por obtener y enviar las actas de resultados. Además, millones de venezolanos, tanto civiles como militares, votamos a favor del cambio y en contra de la opresión. Al cabo de unas horas comenzamos a comprender la magnitud de lo que habíamos logrado: habíamos derrotado, en su propio terreno, a la dictadura mediante la mayor diferencia porcentual de votos jamás alcanzada en nuestra historia electoral. Y lo demostramos de manera transparente en cuestión de pocas horas, a pesar de todos los poderes de un Estado al servicio de la minoría dominante. Lo que hicimos no solo tomó por sorpresa a la dictadura, sino también a muchos de nosotros. Es un logro que nos trasciende como sociedad y que nos ayuda a recuperar nuestro maltrecho orgullo nacional.
El triunfo de Edmundo González, que inicialmente era solo una posibilidad, se transformó, gracias al esfuerzo colectivo, en un acontecimiento político de relevancia histórica y mundial. La legitimidad que otorga la decisión democrática de una abrumadora mayoría se encuentra, de manera irrefutable, del lado de las fuerzas democráticas venezolanas. Esta victoria, que está siendo grotescamente negada por una dictadura que finalmente ha quedado al descubierto, ha abierto puertas a nuevas posibilidades, algunas de las cuales aún no logramos prever por completo. Hemos ingresado en una nueva fase, compleja e incierta, en el que bien podríamos llamar el frente venezolano del enfrentamiento global entre democracias y autocracias. Sin duda, mantener viva nuestra esperanza posibilista seguirá siendo nuestro reto personal y colectivo. Y, al respecto, quisiera comentar sobre uno de los riesgos que enfrentamos. Por supuesto, un riesgo asociado al pesimismo.
El pesimismo puede dar forma una dinámica que deberíamos reconocer con claridad a estas alturas. Por un lado, si muchos ciudadanos, como poderdantes, retiran su confianza en los líderes, la disposición para movilizarse en las nuevas tareas políticas se desvanecerá. Por otro lado, si la movilización no ocurre de manera masiva, la tarea colectiva quedará en el limbo del fracaso, y otros poderdantes también perderán la confianza en los líderes. Es una espiral implacable, donde la responsabilidad no debe recaer exclusivamente en los hombros de los líderes. Todos somos actores en este drama colectivo. Nuestra pasividad o nuestra acción, nuestras dudas o nuestra confianza, tejen la trama de fracaso o éxito. La tarea de nuestra liberación es un tejido en el que cada hilo cuenta.
6. El final
A algunos, la frase “Hasta el final”, acuñada por María Corina, podría parecer un simple eslogan. Sin embargo, desde mi perspectiva, esta expresión posee un significado nítido y poderoso. “Hasta el final” implica que nuestra lucha por la libertad no concluirá hasta que seamos verdaderamente libres. O, dicho de manera más concisa, nuestra lucha terminará cuando termine. ¿Podríamos acaso dar por culminada la lucha antes? Claro, podríamos resignarnos y aceptar voluntariamente la sumisión a la tiranía, renunciando así a nuestra dignidad. Pero eso no fue lo que la mayoría decidió el 28J, cuando votó en contra del dictador y a favor del cambio. Nuestro compromiso es perseverar hasta el final, transformándonos en una sociedad justa en la que cada persona pueda vivir en libertad. Y esto es algo que incluso un chavista debería comprender, porque ese futuro también lo incluye.
“¿Acaso no te das cuenta de que no hay nada que podamos hacer? ¿Que nos han derrotado?”, me he preguntado en momentos de desaliento. Hoy estoy convencido de que, en realidad, esta es la interrogante que alguna voz sensata, si la hubiere, debería susurrarle al dictador.