Bip Bip Boom

«Esta vez no hablaré de la famosa serie del Roadrunner. Ni de la guerra ni el terrorismo tampoco»

Yo es que cuando oigo algo que suene a Bip Bip pienso inmediatamente en el Correcaminos de los dibujos animados y a su cazador incansable, el coyote, que aunque trata de salir ileso de sus propias trampas y ataques, siempre termina perdiendo ante la astucia – o la suerte o la genialidad- natural del correcaminos.

Digo esto que es lo primero que se me viene a la mente cuando me entero por las noticias en las redes sociales sobre el contra ataque israelí a los miembros del grupo terrorista Hezbollah. Un episodio sorprendente, al menos para mí, que de tecnología sé poco, de terrorismo menos y de guerra nada.

Esta vez no hablaré de la famosa serie del Roadrunner. Ni de la guerra ni el terrorismo tampoco.

En esta ocasión me interesa el tema de los buscapersonas -así se llamaban en mi prehistoria- también conocidos como beepers o pagers, porque me remonta a mis primeros tiempos como guionista. Me trae a la memoria todo lo inocua que podía ser la vida alguna vez, y todo lo inocuo que podría escribir yo hoy en tiempos de sospecha generalizada. Me devuelve al pasado cuando tuve mi primer encuentro con ese singular adminículo en los años ochenta, cuando aún no tenía a mi hija, y por tanto, cuando aún no había contactado nunca a su pediatra a través de su tele-contacto a las tres de la mañana por alguna emergencia como fiebre alta o por un moco. (Yidishe mame).

Si no recuerdo mal, comenzaban a hacerse populares los teléfonos móviles, y yo ya tenía uno, grande y pesado, que me había regalado mi madre para poder vivir en paz sabiéndome sana y salva. (otra madre judía).

Como decía, estaba yo tierna y cruda cuando por asuntos de trabajo debía yo reunirme con un colega escritor de libretos, para entonces ya reputado por ser el autor de los guiones de películas como “Se solicita motorizado con moto propia” o “Domingo de resurrección” entre otras películas emblemáticas del cine venezolano y no pocas telenovelas para RCTV.

Era, además de buen guionista y casado, un muy atractivo elemento, consciente de sus atributos y además, seductor experimentado y disfrutón.

Hablaba pausado y en voz baja, miraba a los ojos sin pudor pero muy delicadamente, era gentil, educado, y además, como pariente de Arturo Michelena, de paso pintaba. No se aventaba como perro hambriento, iba de a poco como los cautos cazadores.

Agrego al margen que todas las mujeres que trabajaban en ese entonces en el departamento de escritores, casi sin excepción, deliraban por él. Y tenían sobornada a una de las recepcionistas del canal que al verlo entrar y mostrar su carnet de libretista llamaban de inmediato a las oficinas de quien era mi jefa con el escueto pero importante mensaje de: “llegó Michelena”.

Yo, que era muy joven, muy, y hacía poco había sido contratada como escritora, me fui acostumbrando a ver a todas las señoras del departamento maquillándose y perfumándose luego de recibir el recado sin encriptación. “Llegó Michelena”.

Con aquel caballero rompecorazones debía reunirme yo para hablar de trabajo, de una serie sobre nuestras vírgenes María en sus distintas advocaciones. A él le habían asignado coordinar la serie y a mí me habían designado de primerita para escribir un especial sobre la Virgen del Valle, desde entonces mi virgen preferida y mi aliada.

Como él no tenía aún teléfono celular -sospecho hoy que nunca fue por falta de dinero para comprarse uno sino para no estar localizable con facilidad- nos comunicábamos vía su beeper, es decir su tele-contacto, desde siempre. 

Así que le confirmé con un mensaje nuestro encuentro para una tarde: “A las 3 pm en el Papagayo. Sonia”.

El Papagayo era una fuente de soda muy conocida en ese entonces que quedaba en el Centro 

Comercial Chacaíto, muy cerca de la librería a la que íbamos todos a comprar libros, La Lectura.

Pero quiso mi suerte para la aventura (en México, años después, por esa causa Gabo me llamaba “Soniaventuras”) que en el momento de transmitir el mensaje al escritor de la voz suave, hubiera una falla de sistema y mis señas para una cita en El Papagayo se difundiera a todos los afiliados. A todos.

Esto lo supe un rato después, porque lo primero fue comenzar a recibir llamadas de médicos, proxenetas, magos, costureras, taxistas, prostitutas y prostitutos, modelos, aprovechadores, chulos, profesoras de piano, astrólogos y echadoras de cartas, y pare usted de contar.

En suma, todos, menos el guionista con quien debía encontrarme, que fue el único que demoró en llamarme por teléfono. Y cuando lo hizo ya era demasiado tarde.

Fue entonces que me vi obligada a comunicarme con el servicio y me explicaron lo de la falla, y me dijeron de las disculpas, de ay qué pena, que cuánto lo lamentamos y todo lo demás.

Que no me sirvió para absolutamente nada porque todos los clientes del pager siguieron llamándome durante una semana.

Por supuesto ese día, a las 3 de la tarde, no fui al Papagayo. Estaba aterrorizada de pensar quiénes y cuántos desconocidos se presentarían. Cuántos me confundirían y con qué o quién.  

Michelena y yo nos vimos otro día en el canal, hicimos los especiales de la virgen, y nos hicimos amigos.

Y ocurrió como era de esperarse que algunos afiliados ya movidos por la curiosidad siguieran llamándome, a la Sonia del mensaje equivocado, para saludar, conversar u ofrecerme algún servicio.

De allí quedé en contacto con un contacto, una bruja maravillosa que vivía en una casa llena de gatos en algún recoveco de Los Chorros, y llamada Casandra, además, lo juro solemnemente.

Fue ella quien me dijo en una cita, la última vez que quise leerme el futuro, justo antes de que el miedo me lo impidiera para siempre, que mi padre iba a morir, que me faltaban años para casarme (tampoco era mi deseo), que tendría una hija, que mi novio para entonces era una bala perdida, que viviría en el extranjero por trabajo, y que y entre otras tantas cosas, fuera cautelosa con un colega de mi oficio, allá en el futuro, en mi futuro en otro país, durante una asignación importante. Porque sería un traidor y buscaría quitarme mi puesto. (Adivinen quién era).

En el año 2000 mi cartomántica se fue de Venezuela y yo ya había regresado a vivir en Venezuela desde México, a donde viajé por trabajo como bien había pronosticado Casandra. Me salvé por cierto de una zancadilla letal -como había visualizado ella misma- pero había perdido a la mitad de mis amigos con la llegada de Hugo al poder porque yo, a diferencia de muchos, nunca quise confiar en los uniformes. 

Creo que luego de todo esto que cuento, rara vez tuve yo que valerme del beeper de alguien más para comunicarme. Ni siquiera con el pediatra, que como todo mundo usaba su teléfono celular cuando tuve a mi hija en el año 2000.

Así que para entonces ya nadie usaba el dispositivo aquel. Ni siquiera Michelena, funcionario de confianza del cine nacional.

Excepto, según me entero, los terroristas de Hezbollah, conectados por el anticuado pager analógico para evitar que el espionaje israelí pudiera hackearles sus teléfonos.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.