Prisiones y tormentos gomecistas
Juan Vicente Gómez gobierna con mano férrea. Por lo menos a partir de 1913, impone un sistema de muertes, prisiones y mortificaciones sin cuento. No existen entonces la piedad, ni la solidaridad, ni los más simples sentimientos de humanidad en el tratamiento de los opositores. Los que se atreven a disentir, aun cuando formen parte… Seguir leyendo Prisiones y tormentos gomecistas
Juan Vicente Gómez gobierna con mano férrea. Por lo menos a partir de 1913, impone un sistema de muertes, prisiones y mortificaciones sin cuento. No existen entonces la piedad, ni la solidaridad, ni los más simples sentimientos de humanidad en el tratamiento de los opositores. Los que se atreven a disentir, aun cuando formen parte del clan, están condenados a durísima cárcel o a trabajos forzados, a torturas meticulosas o a la muerte. La Rotunda, el Castillo de Puerto Cabello y el reclusorio de Las Tres Torres, por ejemplo, son evidencias de un terror generalizado ante el cual la sociedad se muestra dócil.
Para entrar a la cárcel no se necesita sino una orden del Benemérito, o de sus procónsules y amigos. No se precisa ninguna fórmula legal, ni la participación de la autoridad judicial. Simplemente un mandón ordena el ingreso a las ergástulas y ni siquiera se establece con anterioridad la duración de la pena. Hasta cuando resuelvan arriba, indefinidamente. Es común que los cautivos lleven grillos, algunos de los cuales llegan a pesar sesenta libras. La comida es un rancho asqueroso que administra el alcaide, quien generalmente se enriquece negociando con el alimento a costa de la salud de los presos.
En pequeños calabozos conviven numerosos seres humanos, engrillados la mayoría, sin mayores posibilidades de movimiento por lo reducido del espacio. Algunos comparten el mismo eslabón de la cadena y deben moverse aparejados, hasta para cumplir las necesidades fisiológicas. Muchos cubículos permanecen «encortinados», es decir, en total penumbra debido a que están clausurados los boquetes que permiten la entrada de luz o de ventilación. Es usual el régimen de «matraqueo», que consiste en aislamiento transitorio sin abandonar el breve espacio del calabozo.
En oficinas especiales o en calabozos aislados, con frecuencia ocurren sesiones de interrogatorio y mortificación. Para que el preso cante sus verdades se pregunta en retahíla diez o doce horas, sin interrupción. Aparte de lo fatigante del procedimiento, el cuestionario se adereza con salvajes torturas como la aplicación de golpizas con peinillas y garrotes de madera o con látigos cuyas puntas llevan plomos y fragmentos de piedras afiladas. Muchos son colgados de los testículos hasta perder el conocimiento, o sometidos al martirio del «tortol», especie de cordón con piezas de madera que flagela el miembro viril y sus adyacencias. No pocos reciben palizas con objetos contundentes en las plantas de los pies, hasta el extremo de quedar baldados.
Los casos sin redención reciben un tratamiento peculiar, cuyo destino es la muerte. Son envenenados con pócimas mezcladas con el rancho o haciéndoles consumir de manera intermitente raciones de vidrio molido. No hay médico forense que determine los motivos de estos fallecimientos, por supuesto.
Lo que sucede en los presidios se conoce en la calle. Es común que se trasmitan las versiones sobre horrores ocurridos recientemente en La Rotunda y en el Castillo, que algún prisionero puesto en libertad muestre la marca de los grillos o el testimonio de la tortura. Pero las historias de tanta inhumanidad solo provocan obediencia. Apenas un limitadísimo sector de la sociedad manifiesta su repulsa frente a la barbarie entronizada. La mayoría de los venezolanos de la época es un sumiso rebaño de vasallos.
Cuando la gente pasa por Maracay, donde está la residencia del tirano, guarda respetuoso silencio. Cuando el Benemérito sale de su fortaleza para visitar otros lugares, los ciudadanos están pendientes de reverenciarlo. Se descubren la cabeza cuando pasa su comitiva o mantienen religiosa actitud ante el padre todopoderoso. Aparte de espiarse a la recíproca o de concebir el salvajismo como un suceso corriente, la colectividad omite reacciones susceptibles de reflejar incomodidad o una preocupación genuina ante el hecho de tener un equipo de verdugos como cabeza visible.
Todos los venezolanos acompañan entonces en silencio al diseñador de la camisa de fuerza y a su rueda de atroces tejedores. Es una conducta colectiva que parece no existir en nuestros días o tal vez esté equivocado.