¿Hay delito de opinión?

«Cuando el principio del Estado desaparece, el marco institucional de éste se vuelve contra sus ciudadanos, ya que la autoridad estatal se separa de la racionalidad política que la sustenta»

Se habla permanentemente de la violencia legítima de un Estado. Pero ¿qué significa el «monopolio de la violencia»? Este concepto se refiere a la autoridad exclusiva del Estado para ejercer la coerción legítima y regular el uso de la fuerza. En otras palabras, el Estado tiene el poder propio de emplear la violencia; por lo tanto, cuando hablamos de violencia estatal nos referimos a la violencia inherente a cualquier Estado en términos políticos. La forma más evidente de esta violencia estatal es su capacidad represiva, que la ejerce mediante la intervención física a través de sus instituciones de control: prisiones, policía, ejército, sistema judicial, entre otros. De allí que es necesario distinguir cuándo los entes estatales actúan de forma legítima y cuándo abusan de sus poderes. 

Cuando surge esa imposibilidad de deslinde entre el uso legítimo de la violencia estatal y el abuso de tal prerrogativa, el ciudadano ve aumentar su inseguridad y muchas veces aprovecha todas las oportunidades que tiene a su disposición para hacer frente a esta anfibología y a su propia debilidad. 

Ahora bien, la prerrogativa del uso de la fuerza no conforma en totalidad la definición de Estado; recordando a Weber y su sutileza para deslindar características del Estado, así como a algunos connotados analistas políticos, podemos decir que existe una dualidad en su significado: por una parte, es una asociación, una relación comunitaria, y esta asociación engloba a todos los pobladores que están bajo el dominio de ese Estado. Pero hay otra parte, que le garantiza a esta autoridad del Estado el monopolio, no solamente de la violencia física, sino el monopolio del gobierno; la creación de la legislación; la aplicación de éstas y la justicia, así como la propia administración de la “cosa pública”. 

Estas dos notas definitorias de Estado tienen aparejada la estabilidad y la capacidad corporativa de los países para satisfacer las demandas de inclusión de todas las personas que residen en sus territorios. Por ello, es importante cuestionar el concepto común y generalizado de Estado que lo vincula al gobierno o lo limita a las actividades de autoridades. Si se pierde el principio del Estado, puede haber un liderazgo central coercitivo, pero no gobernará, sino que impondrá autocráticamente la voluntad de un pequeño grupo de personas privilegiadas a través de la voluntad política.

Esta coerción estaría respaldada por el deber de obedecer las instituciones estatales. El compromiso es esencialmente represivo. Cuando el principio del Estado desaparece, el marco institucional de éste se vuelve contra sus ciudadanos, ya que la autoridad estatal se separa de la racionalidad política que la sustenta. Esto sucede cuando no se resuelven las contradicciones que lo constituyen como organización política moderna de grupos humanos. En tales casos, el Estado no se pronuncia sobre las relaciones sociales y se convierte en una simple institución de poder en manos de intereses personales. 

Y es precisamente en esos momentos en los cuales aparecen ciertas deformaciones del discurso, léase, el manejo del lenguaje cargado de epítetos y amenazas que ha sido llamado «lenguaje del odio» destinado a aniquilar al rechazado, al enemigo. Ese lenguaje al ser usado desde instancias gubernamentales rebasa completamente los límites de la tolerancia, que es el núcleo de un Estado de Derecho. 

El concepto de «lenguaje de odio» posee límites muy difusos y suele confundirse con «delitos de odio». Las Naciones Unidas ha definido este discurso como «cualquier tipo de comunicación ya sea oral o escrita, —o también comportamiento-, que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o grupo en función de lo que son, en otras palabras, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras formas de identidad». Y, generalmente, sin mayores precisiones, suele llamarse «delitos de odio» o «crímenes de odio» -aunque haya diferencias- a los delitos de lesa humanidad, o los delitos de genocidio. 

De tal manera que se hace indispensable distinguir entre unos y otros porque, al emplearse desde las esferas oficiales para descalificar la disidencia, puede propiciar acciones que bien podrían calificarse de delictivas. 

No existen, por otra parte, «delitos de opinión». ¿Se puede criminalizar la opinión en un ámbito donde se preconiza la libertad de expresión? 

Los pensamientos u opiniones por sí solos no pueden ser castigados por la ley. El pensamiento detrás de la comisión de un crimen puede verse como un motivo subyacente y especialmente el odio que conduce a la injusticia del crimen. 

El aumento de la gravedad no determina la naturaleza del delito, aun cuando pueda tenerse en cuenta en el castigo. No es definitorio del delito. 

Es un tema que amerita un amplio y responsable debate, sobre todo cuando vemos permanentemente acusaciones que involucran estos conceptos y vemos a legua cómo se solapan las notas definitorias de cada uno.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.