El Diario nunca llegaba primero (pero sabía llegar)
El miércoles 2 de mayo de 1979 circuló la primera edición de El Diario de Caracas. Un proyecto tan feliz como fallido. Cambió la forma de hacer periodismo impreso, puso en jaque el poder encorsetado y murió de incomprensión.
El Presidente tomado en un banquete mientras se llevaba una cucharada a la boca abierta y golosa copando la primera página. Fue una pequeña gran revolución en el periodismo venezolano. El hombre más poderoso del país era tan corriente como el más corriente de los hombres. El poder estaba desnudo. Se podía exponer en el simple y cotidiano acto de comer.
La imagen tenía más fuerza que mil palabras. Por eso molestó tanto. Más que una denuncia de corrupción. Era periodismo puro y duro, colocado en la acera de la irreverencia, del escrutinio feroz, liberado para ser lo que todo diario debe ser: un incordio del poder. De cualquier poder. El del presidente desprovisto de las bandas tricolor cruzándole el pecho. De la Iglesia ruborizada por el amor carnal de uno de sus dignatarios, del jerarca deportivo, del icono cultural. De la cabeza más inteligente del país, el iluminado Ministro de la Inteligencia, tomado de espalda. Con su calva reluciente en primer plano.
En el periodismo de los tubazos, se asomaba el periodismo de las miradas y los detalles. Las notas breves. Las notas de color. Los recuadros agudos e hirientes. Los títulos mordaces: “El príncipe azul es gris”, por ejemplo, para reseñar la visita del Príncipe Carlos, ahora Rey, a Caracas.
La foto ocurrente, traviesa, reveladora, detenida en un momento, un gesto, una mirada. Sobre todo un fuera de lugar. Precisamente la que escurrían los otros medios. Esa de Luis Herrera Campíns preparado para un mordisco o la de Luis Alberto Machado dirigiéndose a un auditorio y tomado desde un ángulo imprevisible.
Luigi Scotto, romano, hijo de un poeta y periodista antifascista (entonces había fascismo, acotación para fiscales y otras especies) y de una actriz dramática, se convirtió en el terror de las figuras públicas. Y detrás de él, Luis Alberto Henríquez, Jorge Pineda, el Gurú (Eddy González), José Luis “Coco” Lorenzo y tantos otros armados de una cámara y con el ojo educado para hacer click en lo inesperado, lo insignificante, lo desechado. Lo que mañana levantará ronchas y dará de que hablar.
La idea de crear un diario empezó a rondar la cabeza de Diego Arria mucho antes de su experiencia frustrante de candidato presidencial en 1978. Una campaña inteligente y moderna, pero tacaña en votos. Antes, cuando era ministro de Información y Turismo, la visita de un empresario argentino le puso sobre la mesa del despacho la posibilidad de fundar un periódico y le recomendó un nombre para concretar el proyecto: Tomás Eloy Martínez, periodista y escritor argentino llegado al país tras recibir amenazas de muerte de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Tomás Eloy, como lo llamarían todos, integraba la legión extranjera del ministerio, junto con Rodolfo Terragno, Miguel Ángel Diez -luego fundador de la revista Número-, Julio Blanco y Raúl Lotitto, que mucho después crearía el Grupo Editorial Producto.
El proyecto fue cogiendo cuerpo. Tomás Eloy y su grupo aceptaron el desafío. Arria se encargó de la logística financiera, de reunir el capital, que probaría ser escaso, para iniciar la aventura editorial en un ambiente periodístico dominado por la presencia de El Nacional y El Universal, además de los diarios de la Cadena Capriles y el Bloque de Armas. El modelo a seguir lo definían los diarios El País de Madrid, en circulación desde 4 de mayo de 1976 para acompañar la ruta de la transición española, y La Opinión de Buenos Aires, también del 4 de mayo pero cinco años antes. Diarios modernos, amables, de información contextualizada, con memoria y voz propia.
Un informe de la extensión de una tesis de grado puso en blanco y negro El Diario antes de nacer: número de páginas, formato, secciones, concepción editorial, formación de la tropa reporteril, costos, días de circulación (al principio no salía los lunes) y un análisis detallado de la prensa que circulaba, de sus fortalezas y, sobre todo, de sus carencias. Un diarismo declarativo, distribuido a partes iguales para los dos grandes bloques políticos (AD y Copei), también para las organizaciones empresariales y sindicales, más para las primeras. Faltaban antecedentes y consecuencias, orden en la presentación de las noticias y sus conexiones, un diseño más ágil, un estilo definido en la redacción y una posición frente a lo que ocurría en un país que mandaba los primeros síntomas de agotamiento de un modelo político y económico que pronto haría aguas.
El Diario tendría un editorial desde su primer día de circulación, género inexplicablemente abandonado por la prensa en circulación. También un manchón en la segunda página con todos los nombres de sus periodistas. Tomás Eloy elaboró un libro de estilo, usos y modos para darle identidad a la publicación. “Quien asuma la palabra como oficio, debe tener una verdadera obsesión por la forma. La angustiosa búsqueda de la perfección idiomática -de la cual padece y se beneficia el escritor- debe estar presente en la tarea del periodista. A la vez, éste debe tener otras obsesiones, de las que el escritor puede considerarse exento: el método, la síntesis, el manejo consecuente de un código uniformador de usos y modos. Un diario es, en definitiva, un sistema: requiere orden, exactitud y congruencia. No tolera las licencias, las imprecisiones ni la improvisación”. Fue, a falta de prueba en contrario, el primer libro de estilo de la prensa nacional.
Pero tan importante como los conceptos, era quién o quiénes los pondrían en práctica. Tomás Eloy y Terragno eran los guías, los vigilantes celosos de la forma y el fondo. Poner la firma en una nota era un premio. Nunca se firmaría una nota de prensa enviada por una institución, lo que era corriente en ciertos medios. Las notas tendrían un espacio asignado antes de escribir -en la prensa tradicional se escribía sin medida, lo menos importante al final, para poder cortar si el texto excedía el espacio disponible-. Los títulos se ajustaban al despliegue de la nota. Todos tenían que llevar verbo.
Los creadores del proyecto seleccionaron una legión de jóvenes periodistas, con apenas experiencia, sin mañas irreversibles. Durante tres meses se formaron en la redacción sin que el periódico saliera a la calle. Reportear, escribir, corregir y volver a escribir. Un día tras otro. Sí, había experimentados al frente de política, economía internacional: todos con capacidad para reaprender el oficio. Un reseteo se diría hoy.
Debo decir aquí que me perdí ese taller intensivo. Empezaba a ser reportero de política en El Nacional, tras un largo período de becario y pasante mientras cursaba estudios en la UCAB, pero desde que salió EDC me enganché. Tomás Eloy había sido mi jefe en un departamento de análisis editorial en el diario de los Otero y me habló del proyecto, al que me incorporé un año después de su aparición. A El Nacional he vuelto varias veces porque fue donde me sentí periodista por primera vez.
El Diario fue una sensación desde el primer día. Su formato tabloide que permitía doblarlo y meterlo en el bolsillo de la chaqueta. Su curiosidad, su transgresión, en un periodismo muy apegado a las formas del poder: a un Presidente ni con el pétalo de una rosa. Un éxito editorial, pero no comercial. La “obsesión” por la perfección conspiraba contra la hora de cierre. Si llegas tarde al kiosko no te leen ni te anuncian. Los apuros económicos y la coincidencia de una denuncia por corrupción contra Diego Arria -de la que sería absuelto totalmente- posibilitaron un movimiento accionario que desplazó al dueño original en favor de Marcel Granier y Peter Bottome, representantes de la Corporación 1BC, que logró convertirse en la primera, y quizás la única en el país, que administraba en simultáneo una televisora, una emisora radial y un diario. Fue un pleito que dejó sus heridas, apenas cicatrizadas en estos tiempos en que la “revolución” se constituyó en el mal mayor.
El Diario seguiría circulando durante más de una década, hasta los primeros años de la década del 90. Cada vez menos apegado a su libro de estilo. Alcanzó, eso sí, su mayor circulación, incorporó productos muy comerciales -El Diario en la playa, con fotos de las chicas en las aguas del litoral durante el fin de semana, entre otros- a cambio de entregar sustancia, rigor, independencia. La cultura de la Corporación chocó con un plantel periodístico al que quizás consideraron demasiado revoltoso, demasiado indomable. Habían sido inoculados con el dardo de desafiar al poder. Incluso el de sus dueños.