Asomándose a la ventana, después de varios días de modorra indiferente, la idea que tiene de sí mismo es similar a la de aquella escena de El pianista cuando miraba la calle a través del cristal. Es una mezcla indefinida de angustia, incertidumbre y alienación que le hace abandonarse contemplando las calles y avenidas durante horas, haciendo juicios y conjeturas estrafalarias sobre todo aquello que sus pupilas avistan. No puede evitar, pese a los intentos por ocuparse en otros asuntos, fugarse en sus cavilaciones erráticas mientras van transcurriendo los días indicados para la cuarentena.
En mayo, una bandada de pericos viniendo del oeste atraviesa el cielo claro en dirección al este, los delata el alboroto que van haciendo cuando surcan por los aires como si fuese una romería festiva; una cháchara alborozada cronometrada por el reloj biológico para que cada mañana vuelen repitiendo la misma jornada del día precedente. Ahora, como nunca antes, los ha venido escuchando siguiendo la ruta que les marca la brújula instintiva que los orienta en el vacío. Dándoles un vistazo, regresa su mirada a varias personas caminando dispersas hacia una misma dirección, no son muchas a estas horas, dos, cuatro, quizás cinco, que confluyen en sus pasos viniendo desde diversos lugares de la ciudad.
El rumor sordo de una planta eléctrica llena el silencio del entorno aplacado; la electricidad se ha ido ya hace un buen rato, amaneciendo el día, como todos recuerdan. No circulan carros, y como si fuera una película de ficción, de aquellas que presagiaban la llegada de una amenaza global para exterminar a todo ser viviente, la calle luce sombría, con ese tono apagado de la tristeza en la que los párpados se sienten tan pesados como si estuviesen cargados con plomo. Viéndola casi desierta, con los pocos árboles que hay en ella tan quietos, como si también presintieran el asecho fantasmal, desde una de sus esquinas desamparadas, dos mujeres, quizá madre e hija, o tal vez hermanas, por ese mismo aire que las asemeja moviendo sus cuerpos avanzando deprisa sobre el asfalto, pareciendo que van esquivando subirse en las aceras, nota que se desplazan una junto a la otra sin hablarse, son ágiles, delgadas como una varilla, con un soplo juvenil que les otorga una flacura desmedida; también, como aquellas otras personas, cargan sus mascarillas tapándoles la mitad de sus rostros. Del hombro de una de ellas, la de mayor estatura, cuelga un bolso que le llega hasta la cintura, tal vez sea para meter ahí los víveres que han de adquirir en algunos de los comercios de la zona, cabría pensarse como simple ocurrencia.
La ruta que llevan conduce al este; al otrora bullicioso andar de gentes que, a horas como estas, se encontraban ensimismadas en sus menesteres siempre apresurados; van rumbo al centro de la ciudad, suponen el hombre y la mujer del ventanal, piensa aquel trastornado pianista sin piano que lleva rato mirándoles sin que ellos se percaten.
El resplandor alucinado de los primeros rayos del sol, comienza, después de un breve lapso, a descargarse enérgico sobre ellas, atacándolas de frente con tal fuerza que, de sus cuerpos, en gesto inusitado, inútilmente sus manos intentan protegerse del horizonte ambarino.
En el otro extremo de la avenida, desde una de las edificaciones que enfrenta a la de este vigía sin piano, los cuerpos del hombre y su mujer llevan minutos apuntando sus semblantes hacia las dos transeúntes, omitiendo inicialmente, de acuerdo con el lenguaje mudo de sus ademanes, al resto de los caminantes de la calle; luego, pocos segundos más tarde, los tendrían presentes en el radar de sus percepciones solitarias. Parecieran seguirlas con sus miradas ávidas de acontecimientos en la mañana recién estrenada. Para ello se esfuerzan empinándose en el ventanal, mientras apoyándose con sus manos sobre el dintel, estiran sus rostros buscando mejor perspectiva. Sus cuerpos, hablándose en la distancia, persiguen las dos figuras que se alejan rumbo al oriente. No cruzan palabras, se comunican a través de sus gestos moviéndose en pos de lo que observan. Tal vez no tengan nada que decirse, cavila el angustiado mirón que los observa. “La vida está hecha de la mudez de nuestros gestos”. Masculla, dejando escapar de su universo reflexivo la sentencia repentina.
Dos tipos se acercan con algo menos deprisa a varios pasos de las caminantes que, de pronto, han girado en una de las intersecciones próximas al lugar que antes le han presumido como destino final el dúo de fisgones de la ventana, según ha conjeturado el tercer oteador que aquellos han pensado sobre ellas. Más temprano, uno de los individuos, un tipo joven, de mediana estatura, de ropas muy anchas, ha surgido desde el flanco donde vive la pareja de curiosos que espía a las viandantes, lo miran atravesando raudo la avenida para encontrarse con el otro de los transeúntes, quien le espera impaciente en el lado opuesto de la vía, en el mismo costado donde habita el otro de los observadores fortuitos, el pianista fastidiado.
Es un hombre, igualmente joven, seguramente contemporáneo con quien viene a su encuentro. En una mañana tan lerda, nada en el entorno habría de apremiar a las personas, sin embargo, se ven impacientes, urgidas en cierto modo, quizás sea la ansiedad por disfrutar, aunque sea por un rato de la libertad de la calle, o muy probablemente no sería de extrañar sea el estrujamiento de la cuarentena, ciñéndose inclemente sobre ellas, sin que estas tengan el modo de afrontarla adecuadamente, haciéndoles escapar así, atolondrados y apremiados para eludir el dardo punzante de las carencias buscando de abreviarlas.
El resguardo de la vida, en este caso, tendría, en insólita determinación, menos relevancia que la temida enfermedad, presupone el pianista se han dicho los husmeadores, cuando los nota romper el silencio que hasta el momento conservaban. Súbitamente han posado su atención sobre los dos jóvenes encontrándose en la calzada. Ha sido en un giro brusco, pleno del aire improvisado que impulsa los gestos humanos.
Contraviniendo la orientación de sus pasos, las dos mujeres han doblado a la izquierda, en la bocacalle, en posterior maniobra a un inexplicable titubeo; una vacilación pasajera a partir de la cual han escogido finalmente desviarse hacia la calle transversal. La más baja de las dos, segundos antes, ha volteado a mirar a sus espaldas, tal vez haya percibido la presencia del par de individuos caminando detrás de ellas, haciéndole sentir así una corriente de frio que fue resbalándole por el espinazo. Enseguida, en reacción impulsada por el miedo, hace un jaloneo discreto, casi imperceptible al bolso de su acompañante, como pretendiendo darle aviso sobre el seguimiento que les hacen. Eso ha creído el neurasténico espectador que han inferido aquellos desde el ventanal.
El quinto sujeto apareció viniendo desde el fondo de la avenida, de su extremo más lejano, en los límites de ella con la otra arteria vial que se hunde hasta las riberas del lago, viene en una silla de ruedas que impulsa con una habilidad de seguro ganada en muchos años de fatiga. Acercándose ya, próximo a los jóvenes que escoltan a las mujeres, observa cuando tuercen en la misma dirección que han tomado ellas. Igualmente, él lo hará, sintiendo que sus brazos se le engarrotan y las manos se le acalambran. En la secuencia, todos van alejándose en la misma dirección, perdiéndose en el tremedal de edificaciones ahora desiertas y el resto de vías que confluyen en el perímetro. Inicialmente, ninguno de ellos pensaba doblar en esa esquina, pero una vez que lo hacen, el enajenado observador supone que la pareja apostada en su mirador, se ha equivocado en sus pronósticos. Él ha imaginado que aquellos habían apostado sobre el grupo de diligentes caminantes, viéndose frente a una avenida en recta tan espléndidamente desolada, privada de sus obstáculos habituales, la lógica determinación de continuar sobre ella sin desviarse en ningún lado. Sin embargo, han optado por lo imprevisto, por aquello que lucía menos probable. “El futuro, aunque sea muy próximo, nunca deja de ser una conjunción azarosa de circunstancias; una combinación infinita de probabilidades sobre las cuales nadie tiene control”, se le antoja pensar.
Las mujeres han girado con el temor corriéndoles por las espaldas, creyéndose asechadas por el dúo que al parecer mal intencionadamente les sigue; los jóvenes, imitándolas, como quien remeda el paso de otro sin mostrar todavía intención alguna, avanzan en silencio con la mirada puesta sobre ellas; y, el lisiado, desamparado en la soledad citadina, bracea cansado intentando secundarlos apresuradamente. Cada cual, con sus muy particulares razones, ha escogido, finalmente, su ruta, esa que ahora comparten sin habérselo propuesto en mancomunada determinación. Los mirones del lado opuesto de la avenida, alzándose sobre sus pies para extender su pesquisa, en un instante los han perdido de vista. “¡Ya no logran divisarlos a plenitud!”, exclama el pianista después de un entrecortado suspiro. “No hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño”, escribió Jorge Luis Borges, recitó de seguidas, extrayendo de su memoria aquellas palabras que alguna vez leyera. No se escuchaba a sí mismo desde hacía ya varias horas, por eso ahora su voz la notaba grave, ronca, un tanto extraña para él mismo; pero no era eso lo que llamaba primordialmente su atención, era el hecho de asombrarse, conociendo su mala memoria para textos y canciones, que pudiera citar tan fielmente aquel extracto literario que creía extraviado en el laberinto de sus recuerdos. Después de todo, ahí continuaba archivada en alguna parte de su corteza cerebral aquella afirmación borgeana, resistiéndose tenazmente al paso del tiempo. Igualmente le había ocurrido durante la víspera, mientras la oscuridad de la noche se hacía con los restos de luz que quedaban de la tarde: un tropel de niños, corriendo por las escaleras del edificio, jugaban y gritaban ante cualquier susto que les provocaban las tinieblas encumbrándose. Metido con sus ojos en el misterio de la negrura, de pronto se acordaba de los años de su primera infancia. Había, entonces, en el lugar donde vivía, en uno de los solares contiguos, un barco abandonado, escorado extrañamente en tierra, donde los muchachos del barrio jugaban a los piratas durante las tardes, permaneciendo en él hasta cuando los rayos del sol comenzaban a ocultarse para dar paso a la penumbra que rápidamente se encimaba, salían, entonces, corriendo despavoridos, temiendo a la aparición de todos aquellos fantasmas que poblaban la imaginación infantil. “Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso”. Se dijo inusitadamente, saltándole aquella expresión de Borges, desde el fondo mismo de esos instantes preñados de recuerdos.
Cuando el hombre se ha afincado sobre sus pies para extender la mirada, su mujer lo ha seguido con igual gesto, examinan la avenida buscando entre los transeúntes a la persona que aguardan, aquella que desde hace rato esperan, como cada día lo hacen comenzada la cuarentena. No es por supuesto ninguna de las que esmeradamente sigue el pianista. En algún momento, el sujeto ha levantado su rostro, acompañándolo de un ligero ademán con una de sus manos; la mujer, al instante, le ha comentado su parecer, quizás alguna idea cualquiera relativa a lo que les convoca esta mañana en el balcón. Justo, entonces, el pianista sin piano los ha percibido, los ha pescado en su embelesado interés sobre los viandantes. “Van tras ellas, ahora, cuando nadie más está en la calle”, ha pensado él, que ambos se confiesan.
Los dos individuos aceleran su paso, y, a pocos metros, como si en efecto quisieran abordar a las mujeres que, igualmente, apuran su marcha, entonces, ya muy cerca de ellas, el hombre de la silla de ruedas realiza un embalaje vigoroso para acortar la distancia con ellos. Enseguida, en esfuerzo conjunto al de su recia musculatura superior, un chiflido enérgico sale de sus labios, venciendo la protección de tela sobre su boca, para llamar la atención de las cuatro personas delante de él. De inmediato voltean a mirarlo. Las mujeres respiran hondo, como soltando aliviadas un pesar, y los presuntos aspirantes de pillos, sorprendidos, desaceleran su marcha hasta casi detenerse. El lisiado, levantando una de sus manos, les hace señas, persuadiéndoles de pausar su ritmo mientras va aproximándoseles. “Las ha salvado el hombre de la silla de ruedas”, piensa el excitado vigía, acogiéndose al razonamiento que, según él, habrían hecho desde enfrente el dúo de fisgones que ahora ya no pueden ver.
El par de sujetos, convencidos de la mejor intuición de las mujeres para encontrar lugares de suministros en una ciudad desierta, han preferido pisarles los talones antes que improvisar azorados por otras rutas. Por su parte, el hombre de la silla de ruedas, conocedor del vientre laberíntico de la ciudad, sin habérselo planteado inicialmente, decide seguirlos, sin otra excusa que hacerse acompañar durante el tramo restante camino al centro de la ciudad. Sin embargo, entre las sombras de las dudas, quedarán siempre las sospechas sobre las verdaderas intenciones que a todos han animado. Ni siquiera el narrador de esta historia se atrevería a confirmar la autenticidad de las que se han inferido.
Poco después, los residentes del edificio de enfrente, la ansiosa pareja de hace un rato, se retirará del ventanal frustrada en su espera de todos los días, y los viandantes fortuitos de la mañana continuarán su marcha por unas calles solitarias. “Las personas estamos llenas de últimos momentos, quizás, en muchos casos, simplemente seamos el eco de ellas lo que se percibe”. Dice finalmente, el pianistasin piano, cansado de vivir otras vidas, dejando ahora que sean ellas quienes vivan las suyas.
FIN