¿Quién no recuerda el infierno de Tacoa?

La tragedia arrasó con un barrio del Litoral Central y dejó, en un instante, casi doscientas personas calcinadas o volatilizadas. Entre las víctimas, Carlos Moros, Miriam Morillo, Mariadela Russa, Salvatore Veneziano: redactores, reporteros de TV, fotógrafos o camarógrafos. Un segundo tanque de petróleo explotó (después de un primero, poco antes, que mató a dos operarios) en la planta de generación eléctrica «Ricardo Zuloaga» de La Electricidad de Caracas, Tacoa, y escupió su infierno alrededor, arropando el caserío cercano exactamente un día como hoy, pero domingo, de hace 41 años.

Los acontecimientos terribles que vive un país dejan huella para siempre, aun cuando vayan perdiendo su carga lacerante. Lo de Tacoa fue un llanto nacional, el zarpazo del destino que viene a matar a los más inocentes entre los inocentes. A la vuelta de los años, un suceso así se vuelve sepia en las hemerotecas pero la llama espantosa de los tanques que explotaron, capturada desde cerca por las cámaras de televisión, sigue viva y aterradora como aquel día. Basta evocarla.

Y luego, las fotos. La de portada de José Luis Lorenzo en El Diario de Caracas ha debido merecer el Pulitzer: panorámica de Arrecife sombreada por la nube que dejó el fuego, plantada allí, a todo lo ancho, como una tumba siniestra, levitando. Arrecife, Litoral Central, un domingo en la mañana de 1982. Ha pasado a formar parte del alma colectiva y cada testigo con conciencia de sí mismo para esa fecha lleva la imagen y su desolación a dondequiera se haya ido. Habrá gente que olvidara el episodio (existen mecanismos psicológicos de los que la gente echa mano aun sin tener conciencia de ello) o no lo reconozca simplemente porque no tenía edad para darse cuenta de nada. Parecía demasiado castigo del Cielo por solo señalar el descuido o negligencia de una empresa. Sucedió y ahora nos parecerá, acaso, una advertencia del infierno: ¿una admonición al pueblo irresponsable que ya por entonces desesperaba de su democracia? Nunca habrá explicación suficiente, ni técnica ni de las otras.

Claro que la mayoría de las víctimas fue el pueblo raso, esa comunidad aledaña que apenas despertaba o se estaba desayunando. Claro que muchos bomberos entregaron sus vidas por el mero hecho de cumplir con lo que tenían que hacer.

Pero a uno le duelen los periodistas, en este caso. Digo, especialmente. Mariadela Russa, reportera de un canal de TV y casada con su colega Carlos Fernandes, recién hacía tres meses que había parido una niña. Hoy tiene 41 años esa niña que nunca conocería a su madre.

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En esa época, Caracas estaba recibiendo muchos exiliados o emigrados del Cono Sur. Los recibía y les daba trabajo. El periodista chileno Alejandro Kirk era redactor en El Diario. Hace tiempo se topó con mi blog, donde hay varios trabajos sobre el suceso de Tacoa, y él mismo agregó su propia experiencia. Puede decirse que a Kirk lo salvó la parsimonia del chofer Cartaya, el más popular y faramallero entre los choferes de los medios criollos.

«[El periodista] Enrique Rondón no yerra cuando dice que yo no tenía experiencia en sucesos (ni en sucesos ni en casi nada), pero la verdad es que llegamos tarde a Tacoa, y salvamos nuestras vidas, por causa de un chofer de El Diario de Caracas llamado Cartaya, que era tan querido como odiado: solía encaletarse cuando había que salir a trabajar, especialmente los fines de semana. Lo busqué a gritos esa mañana por más de media hora. Cuando al fin lo encontré, dijo que estaba desayunando; y cuando íbamos llegando a Tacoa vimos la explosión que mató a nuestros colegas y a tanta gente más. Nos quedamos perplejos. La Guardia Nacional nos impidió el paso, [el fotógrafo] José Luis Lorenzo y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro. Algo estaba clarísimo: volver a Caracas sin la nota y dando explicaciones pendejas no estaba en el horizonte. Estresado, vi cerro abajo unos botes meciéndose apaciblemente en una bahía turquesa, como en otro mundo, y le digo a Lorenzo «bajemos allá». Y bajamos. Comencé a desamarrar un bote con remos; aparecieron dos bomberos, que se sumaron. Nos fuimos remando cerca de 500 metros hasta llegar al infierno: calor y olor de muerte. Mecánicamente, en una libreta fui haciendo quintetas con los cadáveres que veía, la mayoría en la posición en que estaban cuando bajó la ola de fuego. En algunas casas el desayuno estaba servido e intacto. El nuestro fue, creo, el primer cómputo de muertos. Pasamos horas en eso, más alertas que pasmados: había que registrar y escribir. Las pesadillas vendrían más tarde».

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Entre los cuerpos que jamás se encontraron, el del más cercano entre los reporteros. Carlos Moros había trabajado antes en El Diario de Caracas, en Cultura, junto a la reportera política Elizabeth Baralt, la poeta Miyó Vestrini, el talentoso Luis Lozada Soucre y Carlos Pérez Ariza, quien regresaría a su España natal para seguir su carrera. Vive hoy en Málaga y recuerda a Carlos con afecto. Sin embargo, cuando ocurrió lo de Tacoa, ya Carlos Moros trabajaba para El Universal desde hacía, al menos, un año, cubriendo la fuente educativa. Nunca sacó su licenciatura pero esto, obviamente, no lo necesitaba.

Elsy Manzanares recuerda su escritura, su interés por la salsa, la persecución que le montaban las compañeras de la UCV -alto, buen mozo, entrador-, sus mudanzas continuas entre Los Palos Grandes y Bello Monte. Nunca fueron novios Elsy y Carlos, no tuvieron necesidad de eso: probablemente se querían más allá. Elsy no olvidará el caos personal del amigo con mayor fama de embarcador de toda la comarca, ni lo cochambroso de su Renault con ese depósito de periódicos y revistas en el asiento trasero. «Eso es un criadero de cucarachas», le decía. Y peleaban.

Carlos, visto desde el presente, era una especie de epígono de la Caracas posible, la de la juventud inquieta y prometedora que se abría paso con desparpajo. En el suplemento Papel Literario le publicaron una vez un cuento, «Amigos para siempre», sobre una experiencia colegial. Carlos era uno de los nuestros. Carlos quería contar historias.

Valentina Oropeza y Paulimar Rodríguez, alumnas de Comunicación Social en la UCAB hacia 2009, escribieron una entrevista imaginaria a Carlos Moros, texto que comenzaba con esta singular y preciosa descripción, especulando sobre lo que habría pensado o expresado sobre su propia desaparición:

«Las pocas veces que Carlos Moros piensa en su muerte se hace la misma pregunta: ¿cómo van a caber mis pies talla 45 en una urna? Le resulta incómodo  imaginar a su madre Nancy ultimando detalles con el encargado de una funeraria, para que le hagan una caja de más de un metro ochenta y cinco de largo, seguramente más grande de las que hay en inventario. Este Carlitos de 30 años confía como un niño en que todos sus amigos lo despedirán. Eso sí, todos llegarán después de la hora de cierre de sus respectivos periódicos, ‘cuando generalmente vamos a las tasquitas de La Candelaria a echarnos unos palos’. Moros levanta el índice para sentenciar que seguramente su novia, la artista plástica Marisabel Erminy, llegará al velatorio con Miguel Shapira, quien los presentó una tarde de hace tres años en la pizzería La Vesubiana. Carlucho no duda que buena parte de los redactores de El Diario de Caracas, El Nacional y El Universal animarán su velorio. Espera, eso sí, que a nadie se le ocurra vestirlo con corbata».

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Elsy Manzanares tenía 23 años y un novio celoso a quien amaba con locura. Cuando iba a estudiar junto a Carlos en su apartamento, debía ocultárselo y a Carlos le daba bastante rabia la cosa. En todo caso, un mal día a ese novio de Elsy lo asesinó el hampa caraqueña y ella quedó destrozada. Había pasado un mes del suceso y Carlos fue a buscarla para sacarla del ostracismo, de aquella letanía. Se la llevó, cómo no, a un bar de Sabana Grande y allí le dijo que había concretado, al fin, una negociación con una emisora de La Guaira donde podrían ambos desarrollar el proyecto del programa semanal del cual habían hablado tanto. Seguramente ella se alegró con la noticia pero igual seguía con su tristeza espesa; y en cierto momento, Carlos le dijo algo que todavía recuerda con exactitud:

Yo te envidio, Elsy. Envidio que tengas tanto dolor.

Ella contestó que cómo iba a envidiarla si aquello por lo que estaba pasando era un verdadero tormento.

Es que yo nunca he amado tanto como para sentir así, ese dolor -dijo él.

La distrajo, la entusiasmó con el programa de salsa y lo hicieron durante casi un año. Carlos anotaba sus ideas en servilletas, casi siempre se reunían en algún sitio de Sabana Grande aunque también iban a un bar por detrás de la Maternidad Concepción Palacios. A las servilletas les ponía orden Elsy y luego las pasaba a máquina. Cada semana él iba a Parque Central, a buscarla al Ministerio de Información y Turismo donde trabajaba. Allí dejaban su carro, porque el Renault generalmente fallaba o le faltaba un caucho o no era capaz de llegar a La Guaira o, si llegaba, luego no subía la autopista.

Ese era Carlos, el que se volatilizó en Tacoa. Luego pusieron una gran foto suya en una escalera de la Escuela de Comunicación Social de la UCV, para rendirle homenaje. Una foto muy bonita, grande, bien enmarcada. Después se creó una cátedra libre en la Universidad Católica, que llevaba su nombre. La foto desapareció un día de su lugar y nadie supo dar explicación alguna. La cátedra, aparentemente, sigue vigente pero a lo peor está engavetada.


@sdelanuez
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