De derecha, pero no de extrema derecha
“Si bien María Corina Machado no es de extrema derecha, muchos de sus seguidores sí lo son. Las redes sociales alimentan membresías vinculadas a la polarización en los cuales convergen personas fanatizadas, recién llegadas a la política, que tienden a creer que la conquista de la democracia no consiste en pactar con la izquierda, y procesar con ella sus diferencias civilizadamente como en todas las democracias, sino, otra vez, en aniquilarla”.
María Corina Machado es de derecha, pero no de extrema derecha. La precisión no es antojada. Hay un amplio tejido de matices entre ambas denominaciones. No hay en Machado actitudes desmelenadas, ni un populismo anti-institucional, ni prédicas con sesgo social excluyente, ni un discurso con carga racista, ni relatos morales religiosos excesivos, ni procedimientos violentos o pescueceos personalistas.
Ni siquiera podemos identificar en Machado posturas álgidas en temas polémicos y sensibles, vinculados al aborto, la legalización de drogas blandas o los derechos de las minorías sexuales. Desde cierto punto de vista, y a pesar de que lo disimulan con habilidad, hay sectores de Primero Justicia, así como de las facciones que integran Copei, que tienen posturas mucho más tradicionalistas y conservadoras que Machado, más a la derecha, en este y en otros temas.
Machado es una dirigente política de derechas, como tantos que hay en el mundo democrático, como muchos políticos republicanos, como algunos demócratas, como John McCain, Ronald Reagan, Bob Dole, Hillary Clinton o George W. Bush; como la plana dirigente del Partido Popular español; como los conservadores británicos; como José María Aznar o Margaret Thatcher; como Álvaro Uribe, Sebastián Piñera o Iván Duque. Liberada del sesgo religioso y tradicionalista, algunas de sus posturas podrían, incluso, estar a la izquierda de algunos de estos ejemplos. Más a la derecha que Machado lucen franjas importantes de la política en países como Argentina, Chile, Colombia, España o Francia.
Los fundamentos doctrinarios de Machado y su partido, por lo demás, no ofrecen ningún misterio y no tienen nada de escalofriante: Estado mínimo y garantías sociales; campo a la empresa privada; gobierno federal y descentralizado; apertura comercial e industrial; desregulaciones; alianzas con las democracias liberales del mundo. También, al menos de acuerdo a lo que afirma, alternabilidad política, no reelección, Estado de Derecho y oportunidades para todos.
Algunos de estos nudos están presentes en la Constitución Bolivariana como disposiciones de obligatorio cumplimiento, y son ignorados todos los días por la clase política chavista y el liderazgo militar actual.
María Corina Machado ha sido caracterizada con cierta vaguedad deliberada como “de extrema derecha” porque tiene una confesa relación de amistad con Estados Unidos, y porque es la única política de este país que se ha apropiado de un extendido sentimiento anticomunista como una respuesta a la catástrofe social y nacional que ha ocasionado el chavismo. Circunstancia esta que, así como propone una ventaja, plantea un problema. El liderazgo de Machado se llena de contenido hoy como una respuesta social al rotundo fracaso de los postulados chavistas.
Además de anticomunista, Machado ha sido particularmente inflexible y escéptica ante el diálogo político con el oficialismo, ha sido inclemente con las caracterizaciones hechas a algunos de estos dirigentes, y ha sido crítica y renuente de los procedimientos electorales de este tiempo. Para bien y para mal (más para mal que para bien) a partir de estas realidades, algunos hablan de “derecha”.
La derecha en Venezuela
No ha existido, ciertamente, un pensamiento de derecha particularmente enraizado y fundamentado en la cultura política y los procedimientos cotidianos de la sociedad venezolana en estas décadas. No es posible conseguir en Venezuela variantes conservadoras tan extremas como habituales y peligrosas en otros países de la región. No es tan poderoso el mandato social de la religión; nunca se ha hablado de autodefensas; no han sido sanguinarios nuestros terratenientes; no es tan frecuente el crimen político; no está nuestra sociedad socialmente tan estratificada como sí Colombia, Ecuador, Chile o Perú.
Durante la segunda parte del siglo XX, el proyecto democrático venezolano pudo desarrollarse sobre la base de una ambición reformista fundamentada en el poderío de la renta petrolera, circunstancia que fue inteligentemente interpretada por el liderazgo de entonces. El consenso democrático venezolano se hizo fuerte porque se supo ocupar con habilidad el centro político: la centroizquierda de AD, y la centroderecha de Copei, fueron fuerzas complementarias que no se consideraban mutuamente enemigos a aniquilar.
Así como fue mérito de Rómulo Betancourt alejar a su proyecto del marxismo y el leninismo de sus años juveniles, con el tiempo fue mérito de Rafael Caldera construir una versión moderada del humanismo cristiano, alejarla tempranamente del falangismo, del franquismo y de otras versiones estridentes que se desprendían entonces de la Iglesia católica y la derecha como respuesta al comunismo.
Con una influencia innegable de las encíclicas papales, los copeyanos construyeron con el tiempo un partido popular, más de centro que derecha, con sensibilidad social y vocación democrática, prudente en lo económico, con su propia interpretación del combate a la pobreza y el desarrollo nacional. Un partido moderadamente conservador, que durante un tiempo fue un excelente ejemplo internacional de los éxitos de la Democracia Cristiana.
A comienzos del siglo XX, se tenía también por “derecha” a la casta política y social que ocupó el poder en los gobiernos de transición de Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita (“albaceas del gomecismo” los llamó Rómulo Betancourt), entre los cuales destacaba un Arturo Uslar Pietri con planteamientos políticos y una concepción del Estado y el ciudadano muy parecida a los que hoy hace María Corina Machado.
Llegada la democracia, una vez que el Partido Social Cristiano Copei ocupó su lugar en el poder para gravitar políticamente, en 1968, comenzaron a ser testimoniales, aisladas, otras expresiones de la derecha local, como el Movimiento de Acción Nacional, de Germán Borregales; la Cruzada Cívica Nacionalista y el Frente Unido Nacionalista, causahabientes del perezjimenismo; el MIN, fundado por Renny Ottolina, o el Movimiento Nuevo Orden, de Félix Díaz Ortega.
El Magazolano y las redes sociales
Pero he aquí que, si bien María Corina Machado no es de extrema derecha, muchos de sus seguidores y acólitos sí lo son. Las redes sociales alimentan membresías vinculadas a la polarización en los cuales convergen ríos de personas fanatizadas, recién llegadas a la política, que tienden a creer que la conquista de la democracia no consiste en pactar con la izquierda, y procesar con ella sus diferencias civilizadamente como en todas las democracias desarrolladas, sino, otra vez, en aniquilarla.
El “antisocialista”, que así como mezcla equivocadamente términos y circunstancias históricas, en ocasiones confunde liderazgos políticos y partidos, ocupa la cara opuesta de la polarización política y le cierra el círculo a la apuesta chavista. Es el espiral vicioso del resentimiento.
Y así proliferan por Sudamérica, inmigrantes venezolanos que a su vez son xenófobos; perdidamente enamorados de vendedores de humo, sexistas y extravagantes; demócratas que desprecian a “la prensa globalista”; activistas de redes dispuestos a relativizar los asesinatos masivos, la tenencia de armas o las agresiones raciales en los Estados Unidos. Colectivos tomados por morbo del extremismo que tanto ha contribuido a debilitar las democracias en el mundo. El famoso Magazolano: un producto cultural que debe ser revisado.
Machado hereda un pasivo anticomunista que es completamente comprensible, pero, como el resto de los candidatos que concurren a las primarias, estaría obligada a metabolizarlo y trascenderlo, a dotar a su corriente de calidad política con una interpretación adecuada de las coordenadas ideológicas actuales, de los retos de la democracia, que termina siendo la búsqueda de una ecuación armónica entre justicia y libertad. Finalmente, el comunismo es, técnicamente, una idea muerta en la política moderna.
Es hora de orientar ese discurso hacia el centro, de hacer pedagogía política, de ofrecer un balance adecuado entre el Estado y el mercado, de convertirse en el epicentro de un nuevo acuerdo institucional en el país, de ofrecerse como la oportunidad de una salida nacional, de distanciarse del extremismo continental y extra-continental con una oferta con garantías para todos, que ofrezca certidumbres, respuestas a las necesidades de una transición política que todo el mundo desea indolora, superados de una vez todos los chantajes cartesianos de la izquierda y la derecha.