El estancamiento

“No existe el corrupto solitario, la corrupción necesita compañía. En Venezuela este proceso ha sido tan persistente y efectivo que ha sido capaz de crear un sistema paralelo donde la honestidad se convierte en un sospechoso síntoma de rompimiento, de aislamiento, incluso de rebeldía. Dicho de otra manera, la fuerza de quienes nos oprimen y estancan es haber creado un mundo alterno que se estructura convirtiendo lo público en privado. El Estado no se enfrenta a la privatización, sino que la encarna, la desmiembra y la reparte entre sus acólitos”.

Hay palabras que nos marcan para siempre. Ante una novia que me amaba poco (lo que es igual a nada), puse mi cabeza cercenada en bandeja de plata cuando le pregunté:

-¿Es que ya no te importan mis sentimientos?

Fue entonces cuando, por fin, vislumbré en su mirada sus esfuerzos y nuestro inevitable  final: “Tú sientes mientras yo miento”.

Ese sufijo “miento”, tan equívoco, suele referirse a un “instrumento, medio o resultado”. Un buen ejemplo es la palabra que pretendo examinar, “estancamiento”: Resultado de detener el curso de una corriente, suspensión o detención de una acción o del desarrollo de un proceso.

En Venezuela se ha detenido una corriente de vida, creación y libertad, mientras continuamos sometidos a una descarada dosis de “tú te estancas mientras yo te miento”. Esta confusa sensación de paralización se nos va haciendo universal. La posibilidad de que se repita un enfrentamiento entre Biden y Trump es un desafío a las leyes del tiempo y la cordura.

Y algo similar ocurre con el clima. Estamos estancados en un drama que, mientras más grave se nos presenta, menos podemos hacer para evitarlo. Desde siempre han sido apabullantes las evidencias de cuál será el inevitable destino de la Tierra, basta con observar la infinita aridez de los planetas que nos rodean. Ahora se van sumando pruebas en el aire que respiramos y en los océanos que nos circundan. A muchos la idea de un final les parecerá inimaginable, a otros muy remota, pero ya hay científicos que proponen el 2030 como una fecha sin retorno hacia nuestra extinción, a menos que se tomen medidas capaces de estirar el drama medio siglo o siglo y medio.

“Mientras el país se va haciendo más ignorante, polarizado y perplejo, ellos se van haciendo más precisos, más focalizados y cuantiosamente ricos”

“Paren el mundo que me quiero bajar”, exclamó una vez Mafalda. Ahora pareciera que los cambios avanzan a tal velocidad que no logramos percibirlos, comprenderlos, asumirlos. ¿Cómo bajarnos si no sabemos en qué dirección se mueve el piso? Todo estancamiento suele ser una ilusión. En el agua estancada la vida no cesa, incluso se acelera y ocurren mayores transformaciones. Antiguos sabios vieron brotar algas y seres vivos de aguas putrefactas y creyeron en la generación espontánea.

Ciertamente los venezolanos no estamos estancados, simplemente se nos están pudriendo las fibras, las referencias, las nociones de lo que somos y podemos ser, últimamente hasta con una sospechosa serenidad. Ciertamente hay una corriente que se manifiesta en nuestra creciente incapacidad de imaginar un futuro. Empezamos a presentir que quizás no vivimos a favor de la corriente del tiempo sino que avanzamos en su contra. Miguel de Unamuno lo propone en uno de sus sonetos:

Nocturno el río de las horas fluye
desde su manantial, que es el mañana
eterno, y en sus negras aguas huye
aquella mi ilusión harto temprana.

Nací en 1950 y recuerdo bien aquellas ilusiones tempraneras que se han ido convirtiendo en desilusiones tardías. Ahora estoy como en el verso de Antonio Machado: “En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón”. ¿Dónde estará aquella espina que me mantenía inconforme y ansioso?

Hubo una época en que nos sentíamos transportados por las bendiciones de nuestra tierra y protegidos por un espíritu democrático tan natural como el Sol y la lluvia. Entonces bajamos la guardia como avergonzados de nuestros privilegios y ahora nos vamos acostumbrando a ser arrollados por un porvenir incierto mientras nos aferramos a un presente con sabor a pasado perdido. Una aritmética con hordas de ceros revelan las evidencias de nuestros sucesivos “autosuicidios”, fieles acompañantes de esta paralización, tan cercana a la amnesia, que nos va arrastrando y dejando atrás.

Pero nadie puede garantizar que Unamuno tenga razón. En su Historia de la eternidad, Jorge Luis Borges le otorga a esa misma corriente inexorable dos posibilidades:

Una de las oscuridades, no la más ardua pero no la menos hermosa, es la que nos impide precisar la dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero no es más lógica la contraria. Ambas son igualmente verosímiles -e igualmente inverificables.

En ambos casos, a favor o en contra del tiempo, lo cierto es que Venezuela se ha transformado en un país sin destino, otra palabra que nos resulta aplastante cuando debería ser festiva, incluso apasionante. Una versión propone que el llamado destino viene a ser el blanco, ese punto lejano donde debemos acertar. A veces somos el que apunta y suelta la flecha, otras esa misma fecha en el aire que ya no puede cambiar su dirección, o simplemente no le interesa.

Oscar Wilde decía que le interesaban los hombres que tienen un futuro y las mujeres que tienen un pasado. No sé cómo será evaluada esta frase bajo los nuevos cánones feministas, pero tiendo a imaginar a Venezuela como una madre con un pasado extraordinario cuyos hijos carecen de futuro. Ciertamente ya no somos protagonistas interesantes.

Pero si en verdad nos sentimos estancados y hemos dejado de soñar con un destino elegido, ¿por qué continúa siendo tan eficiente la corte de ese exiguo porcentaje que nos ha dominado por un cuarto de siglo? Voy a ofrecer una de las posibles causas: Somos una masa heterogénea e inconexa que enfrenta a un grupo homogéneo y bien interconectado.

Hubo un tiempo en que los medios nos integraban. Leíamos un mismo periódico, mirábamos un mismo canal de televisión y escuchábamos una misma emisora de radio. Los medios eran limitados. Estoy exagerando para asomarnos a la idea de una cierta cohesión que generaba una tendencia, un grado de homogeneidad, una conciencia y hasta un inconsciente que suponíamos colectivo. En alguna medida, a pesar de inmensas e injustas diferencias económicas, compartíamos una imagen de nuestro país y del mundo. Hoy cada quien carga con su propio abrevadero de referencias. No bebemos de las mismas aguas. La información lejos de congregarnos nos dispersa. Coincidimos en lo que detestamos pero no en lo que amamos. Podemos identificarnos por nuestras reacciones, pero no unirnos en un mismo propósito. La creciente invasión de los nuevos medios, lejos de congregarnos, nos deshilachan y fragmentan. Parecían ser los medios ideales para alimentar las interconexiones de una democracia, pero quizás generan tal dispersión que favorecen los totalitarismos.

Esto quizás explica que la camarilla que nos oprime puede ser tan poderosa, tan cohesionada e insaciable. Sencillamente por haberse constituido, estructurado y apegado como mierda en cobija a dos referencias palpables, precisas y consustanciales: el dinero y el poder. Sumemos a este binomio la solidificación en su expresión más primitiva: las Fuerzas Armadas.

Ha sido tan descarado y total el apego a esa trilogía que han convertido a la corrupción en una moral diáfana, operativa, incluso con aires de sacra permanencia y un fuerte sentido de identidad nacionalista.

Corromper es romper recíprocamente. No existe el corrupto solitario, la corrupción necesita compañía. En Venezuela este proceso ha sido tan persistente y efectivo que ha sido capaz de crear un sistema paralelo donde la honestidad se convierte en un sospechoso síntoma de rompimiento, de aislamiento, incluso de rebeldía. Dicho de otra manera, la fuerza de quienes nos oprimen y estancan es haber creado un mundo alterno que se estructura convirtiendo lo público en privado. El Estado no se enfrenta a la privatización, sino que la encarna, la desmiembra y la reparte entre sus acólitos.

¿Qué puede ser más sospechoso que un gobernante chavista sin real? O se trata de un tarado sin remedio o anda con unas ideas desestabilizantes. Si además es militar el caso es extremadamente grave y merece frases de desprecio: “¡Deja la mariquera esa de la contabilidad, aquí estamos todos comprometidos con la patria!”.

No es casualidad que Tareck El Aissami, el más notorio, eficiente, expuesto y pillado de los extractores, pareciera estar, para usar un término deportivo, jugando banco, sentado en el ‘dugout’.

Mientras el país se va haciendo más ignorante, polarizado y perplejo, ellos se van haciendo más precisos, más focalizados y cuantiosamente ricos. Tienen la ventaja de que las cifras son inimaginables. Los ceros de la devaluación del bolívar conforman una cifra impronunciable. Son sencillamente incalumniables.

Han sido tan voraces que se van convirtiendo en sus propios y únicos enemigos. Puede que su final será como el de aquel hijo que rezaba a la memoria de su padre. “Ahora puedes descansar en paz, ya nada queda de la herencia que me dejaste”. O quizás esta terrible posibilidad sea uno más de los encantamientos con que nos estancan. No me extrañaría que las riquezas de Venezuela resulten ser insondables.

La tarea que propongo es comprender que los tiempos han cambiado. En El jardín de senderos que se bifurcan, Borges nos habla de infinitas series de tiempos divergentes, convergentes y paralelos, que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran. Quizás nuestro estancamiento radica en no entender ni aceptar la creciente diversidad de nuestros senderos, y pretender arreglar el país con la misma mentalidad que lo destruyó. Siempre es tentador imitar a un enemigo todopoderoso.

Marco Terencio Varrón en su libro De lingua latina, escrito en tiempos de Julio César, nos explica que “narramos cuando ponemos a otra persona al corriente”; de aquí proviene ‘narración’”. Aceptar nuestra fragmentación ontológica frente a una mafia despiadadamente materialista es un primer paso. Crear una nueva corriente mediante una nueva narrativa política es una tarea para la que no estoy preparado, pero quisiera al menos plantear su necesidad y sus posibilidades, si queremos volver a ser peces de un mismo río, de una misma vida en una misma Venezuela.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.