La vía es electoral, pero no exageremos
“El trayecto electoral y su correlato proselitista permite a muchos ociosos vivir la fantasía de la existencia de una democracia y comportarse como si viviéramos en los años ‘90: medrando ante las insuficiencias de la población y especulando torpemente con las verdaderas posibilidades de resolución de la crisis. No hay un centro de dirección política, no hay lealtad en el esfuerzo, no existe un discurso para plantarle cara a la estafa multidimensional del chavismo”.
La interpretación “electoral” de la crisis venezolana hecha por el campo democrático en su pugna frente al chavismo, que se constituyó en un eje para su fortalecimiento y reconexión popular, y que alguna vez la ha colocado a las puertas del poder, podría terminar convertida, en el contexto actual, en un señuelo para concretar su extravío definitivo si no se toman algunos correctivos en su desarrollo.
Esto no significa, en absoluto, que el país democrático deba abjurar de la salida electoral. Lo que no debe ocurrir es que una sobresaturación de los efectos del proselitismo consultivo distraiga a tal punto, a los liderazgos y las masas, que quede desconfigurado el mapa de las verdaderas posibilidades, y del verdadero propósito de una opción electoral.
Con la estrategia electoral termina sucediendo aquello que Tzvetan Todorov afirmaba sobre la conciencia pública ante los traumas sociales y nacionales en “Los abusos de la memoria”: para que el recuerdo tenga el efecto deseado y se termine de concretarse el aprendizaje social, será necesario hacer un uso razonable de sus atributos y límites y no dejarse gobernar o sobresaturar por sus designios, como sucede en las dictaduras. Nadie debería ser esclavo de su propia memoria.
Inhibidos ante un adversario cada vez más amenazante, los actores opositores han decidido abrirse paso entre ellos y crear un ecosistema de pleitos para seguir existiendo. El marco para solucionar el problema, legalizar esa pugna y capitalizar sus efectos es, de manera razonable, la elección primaria como un saludable ejercicio cívico. Pero no hay un centro de dirección política, no hay lealtad en el esfuerzo, no existe un discurso para plantarle cara a la estafa multidimensional del chavismo. No hay una dinámica complementaria, sino competitiva. Queda gasolina para poner a circular rumores injuriosos contra los colegas de la propia causa.
Con mucha frecuencia, suele confundirse “política” con “elecciones” o con “política electoral”. En la misma medida en la cual el régimen de Maduro aprieta el puño represivo y judicializa con antojo a sus enemigos, los políticos opositores evaden tocar los contenidos más delicados de la tragedia venezolana, y a continuación pasan a formar parte de un particular carrusel electorero donde menudea el pescueceo efectista y los diagnósticos tangenciales.
De pronto se olvida del marco general de la crisis de Estado que vive la propia nación. Se olvida que las gestiones ante Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos; que el proceso de la Corte Penal Internacional; que las presiones diplomáticas; que las denuncias sobre la tragedia de la diáspora venezolana; que las inquietudes sobre los excesos de la corrupción; que las diferencias en torno al modelo político y el marco constitucional existente; que las tensiones que han existido en las entrañas del Estado venezolano, todo eso, aunque a algunos les asuste, son elementos constitutivos del ejercicio de la política. Lo único que se le está pidiendo al chavismo es recuperar el derecho a la alternabilidad en el poder como un derecho adquirido en la vida civil del país.
Dentro del marco electoral, simulando que en Venezuela no está sucediendo nada especial, puesto que inevitablemente ganará el que sea mejor candidato, parte de la sociedad democrática desarrolla una desbordada fruición por desenlaces con escenarios aterciopelados traídos de los cabellos. Las elecciones, como el diálogo, no pasan a ser un instrumento para conjurar esta crisis de gobernabilidad, sino un fin en sí mismo. El acto de fin de curso que nos organiza el chavismo cada 6 años.
El trayecto electoral y su correlato proselitista permite a muchos ociosos vivir la fantasía de la existencia de una democracia y comportarse como si viviéramos en los años ‘90: medrando ante las insuficiencias de la población y especulando torpemente con las verdaderas posibilidades de resolución de la crisis. En muchas ocasiones ofreciendo, tras bastidores, información y ámbito e incumbencia a actores del chavismo en el marco del diálogo político.
Comienzan los políticos opositores a cambiarse de partido, a buscar sus propias opciones en esta curiosa pesca de río revuelto. A creerse que el ejercicio de la política consiste únicamente en visitar barriadas, enterarse de problemas comunitarios y abrazar señoras mayores.
Se le presta poco foco a las verdaderas dimensiones del Estado revolucionario, del monstruo de mil cabezas del chavismo, con sus variantes armadas, sus intereses y sórdidos secretos. El Estado revolucionario chavista no ha sido decretado nunca, y plantea una ruptura con la Constitución vigente, pero, en medio de esta estafa política en curso, es el único y verdadero poder en Venezuela. La blandura oportunista de cierta oposición -porque no es toda la oposición- contribuye a naturalizar esta circunstancia.
Una de las consecuencias más escandalosas de la conquista de la mayoría parlamentaria de los partidos opositores en 2016 consistió en constatar el total ayuno informativo, el gravísimo extravío que tenían los dirigentes fundamentales de la oposición en torno al estado anímico de las Fuerzas Armadas; los resortes del Estado nacional; el avance del relato chavista en el pensamiento militar del país; la conjura del Poder Judicial venezolano y la escasez de herramientas institucionales para transformar aquella victoria política en una realidad con consecuencias y anclajes.
En 2016, los partidos de la MUD llegaron al Parlamento convencidos de que había un entorno proclive para adelantar decisiones legales legítimas luego de aquella victoria aplastante; que el Poder Legislativo tendría campo para tomar medidas soberanas, producto de una mayoría parlamentaria incuestionable, y que no parecían viables los impedimentos de facto. Resultó que estaban más perdidos que la propia ciudadanía que acudía a votar.
¿Qué podrá hacer un presidente electo de la oposición -un Capriles, un Rausseo, un Prosperi, un Rosales, una Machado- frente al Estado revolucionario?, ¿cuánto duraría en el poder una oposición con la suma actual de facciones existentes?, ¿qué tan probable es que los ministros opositores, ya en el gobierno, comiencen a intrigar entre ellos, a crear guerras de poder y zonas de influencia, a traicionarse, a organizar negocios discutibles en provecho propio, a colocarse zancadillas, como sucedió en Monómeros?, ¿qué tan improbable es que no existan dos bandos enfrentados de asesores y técnicos, con diagnósticos opuestos y visiones irreconciliables?
Es la consecuencia de pensar, equivocadamente, que “si la vía es electoral” -porque sí lo es-, estamos obligados a salir a devorarnos, porque lo único que hay que entender en Venezuela es de marketing político y liderazgos regionales.