CAP: el reformador ilusionado
La controvertida figura de Carlos Andrés Pérez vuelve a la conversación pública al cumplirse 100 años de su nacimiento. Un torbellino político capaz de entronizar el Estado y desmontarlo, que propuso cambios profundos para Venezuela y que luchó por ellos hasta casi su último aliento. Un reformador obstinado, que no pudo, a pesar de su inmenso carisma, cambiar una realidad cultivada por décadas de intervencionismo estatal.
El 28 de diciembre de 2010, tres días después del fallecimiento en Miami de Carlos Andrés Pérez (CAP), Felipe González publicaba en El País de Madrid una nota necrológica de “homenaje al amigo”. Escribía el expresidente del gobierno español:
“Ha muerto como un trasterrado sin dejar de mirar a su tierra, Venezuela, a la que dedicó su vida, sus esfuerzos, su pasión. Por ninguna razón merecía ese destino, incluyendo el procesamiento que lo sacó de su segunda presidencia de la República. Cuando se sosieguen las cosas y se vea la perspectiva histórica con cierta objetividad, esto quedará claro”.
Ha pasado más de una década desde entonces y el sosiego es tan imposible como la objetividad. Una década vivida -o mucho más, todo lo que va de siglo- entre la euforia y la frustración, de avances en las luchas por la democracia y enormes retrocesos, de dolor y apaciguamiento. Y, ciertamente también, frente al desolador escenario de una patria deshecha, el intento de reivindicar la figura de Carlos Andrés Pérez que un día como hoy cumpliría 100 años. ¿Una tabla de flotación en aguas encrespadas?
Pérez no reposará definitivamente -advertía González- hasta que lo que queda de él llegue a su Venezuela. Y en esas se está, hurgando en la larga y controvertida trayectoria de este hombre, con especial énfasis en su segunda presidencia, la que lo conduciría a la gloria -que tanto anhelaba- pero que terminó en su tragedia. Quizá también en la del país, que dejó pasar, o no comprendió, o se opuso con fiereza desmedida, a una oportunidad retadora y ambiciosa.
Si resucitara -una hipótesis negada porque quizá eso solo valdría aplicar a Rafael Caldera, “el venezolano que está más cerca de Dios”, como CAP soltó en más de una ocasión- se asombraría de la certeza que profetizó sobre el desastre del país y tal vez tendría tiempo de dar una vuelta de tuerca a “El Gran Viraje”, su programa de reformas estructurales para Venezuela.
Porque Pérez fue un hombre de giros sorprendentes: de “ministro policía” como aún lo recuerdan en cierta izquierda, al candidato presidencial que promete una democracia con energía que solo mira al futuro; y del presidente de las nacionalizaciones, del capitalismo de Estado, de la “Gran Venezuela” al desmantelador de ese mismo Estado hipertrofiado e ineficiente.
Todo siempre en grande. Con una pizca, o más, según los gustos, de desmesura. Aunque, como atestiguan sus más cercanos colaboradores, con pleno convencimiento de lo que se proponía.
El líder
La trayectoria política de Carlos Andrés Pérez, que comienza al finalizar la dictadura de Juan Vicente Gómez, abarca más de la segunda mitad del siglo XX. Siempre estuvo en el centro o muy cerca de los acontecimientos, y los líderes, que marcaron la sostenida lucha por la democracia en Venezuela. A punto de cumplir 23 años, siendo estudiante de Derecho en la Universidad Central de Venezuela (UCV) participa en los acontecimientos del 18 de Octubre y es una referencia para los jóvenes adecos que buscan línea política frente al derrocamiento del presidente Isaías Medina Angarita, que posibilitó la llegada al poder de Acción Democrática (AD).
Tres años después, en la caída de Rómulo Gallegos es detenido, encarcelado y luego expulsado del país. Durante el perezjimenismo volverá a padecer cárcel y también exilio. Con la democracia, es el ministro que combate sin desmayo a las guerrillas de izquierda inspiradas en la Revolución cubana, y antes de su primera candidatura presidencial será por largo tiempo jefe de la fracción parlamentaria de su partido en el Congreso.
No cabe duda de que cuando llega a la presidencia en 1973 es un hombre probado en arduas batallas políticas. Su campaña presidencial es aún recordaba por su modernidad para entonces y su dinamismo, signos de lo que sería su primer gobierno, de grandes realizaciones e iniciativas de trascendencia, en un clima de respeto democrático en el que sus antiguos adversarios encuentran espacios en el debate político. Algunos, incluso, en su propio gabinete.
También marca su primera administración el endeudamiento del país, la aparición de la inflación como un fenómeno que se volverá muy terco, aquel aire de riqueza fácil que permeó las capas sociales al amparo de un Estado dadivoso y la explosión de la corrupción.
El propio Pérez, ya expresidente, tuvo que comparecer ante el Congreso Nacional por el célebre caso del buque Sierra Nevada, en cuya compra se denunció un sobreprecio y se pretendió establecer la responsabilidad administrativa del presidente. Salió airoso pero tocado en su imagen pública y en la relación con su partido.
Pero Pérez volvería. Tras un largo y fructífero y formativo tránsito como líder de la Internacional Socialista por la escena mundial, una de sus querencias, el expresidente buscó y logró la candidatura de AD en contra de dos antiguos aliados -el presidente Jaime Lusinchi y su abanderado Octavio Lepage– que dominaban a cal y canto a estructura operacional del partido.
Electo presidente en 1988 con la votación más alta hasta entonces, CAP emprendería desde el gobierno los cambios más audaces -e inesperados- de su vida política, que a la vez que ofrecieron resultados exitosos muy rápido conmocionaron el país, y pusieron en riesgo su seguridad personal y la de su familia. Y condujeron finalmente a su destitución.
Las reformas
Cuenta Felipe González, en el homenaje póstumo a Pérez ya citado, que en 1983 cuando estaba en su primera presidencia del gobierno español el líder venezolano lo llamaba impaciente por teléfono para criticarlo, implacable, porque lo estaba haciendo mal con sus políticas de reconversión industrial, ajuste económico, reformas de fondo. “Son un seguro definitivo para la catástrofe electoral”, le espetó Pérez, que no se andaba por las ramas.
Años después, cuando Pérez lanzó sus reformas estructurales de la economía -y González seguía al mando en España, luego de su reelección- ambos compartían, además de la amistad, el análisis de lo que había que hacer para desarrollar la economía y crear valor para mantener la cohesión social.
Sin embargo, lo que se alcanzó en España, que viviría un florecimiento a fines del siglo pasado, no fue nada parecido a lo que ocurrió en Venezuela. Pero, ciertamente, CAP era uno muy distinto en su idea del Estado y la economía al CAP de su primer gobierno.
Moisés Naím, exministro de Fomento en la segunda presidencia de Pérez, apunta en su libro Tigres de papel y Minotauros: la política de reforma económica en Venezuela (publicado tan pronto como en 1993) que durante la campaña electoral de 1988 Pérez se cuidó de no dar excesivos detalles de su programa de gobierno más allá de la necesidad de modernizar la economía.
En virtud de lo que había sido su primera administración aquello se interpretó como retórica electoral pero, dice Naím, en Pérez anidaba “un profundo compromiso personal” con los cambios que se ejecutaron. El texto de Naím, siempre un pensador y escritor que va a contracorriente, propone una mirada distinta sobre los acontecimientos de aquellos años sobre los que ahora, en alguna medida, se vuelve en este centenario de Carlos Andrés Pérez.
Cuando se ponen en marcha las reformas estructurales de la economía en 1989 Pérez es una de las figuras más populares del país, Venezuela es reconocida como una de las democracias más asentadas en la región y el programa de cambios recibe el apoyo entusiasta de los gobiernos de los países desarrollados, de instituciones multilaterales y de la comunidad financiera internacional.
Pero a la vuelta de dos años -y es una de las paradojas que plantea Naím- Pérez se volvió uno de los presidentes más impopulares, su gobierno era ampliamente rechazado y las reformas navegaban en un escenario incierto. Todo, a pesar, de que la economía comenzó a crecer a “niveles impresionantes” a partir de 1990 y seguiría esa senda incluso en el terrible 1992, cuando se produjeron los dos intentos de golpe de Estado.
“Las reformas, sostiene Naím, estaban totalmente fuera de sintonía con las expectativas populares alimentadas durante décadas de intervenciones estatales generalizadas, subsidiadas por las exportaciones petroleras”. Las aparentes ventajas, sobre las que sostenía el ambicioso programa de cambios, probaron ser de escasa utilidad para encaminar a Venezuela hacia una marcada prosperidad.
Naím advertía hace ya 30 años sobre las generalizaciones “engañosas” para analizar la experiencia venezolana con las reformas. Las que argumentaban que fueron cambios demasiado drásticos, las que ponían la llaga en la excesiva dependencia de los mercados o las que culpaban a la agitación política o que se hizo poco o nada para que los beneficios de las reformas llegaran a las pobres y las clases medias.
Sin olvidar factores locales y tendencias internacionales, Naím enfatiza en la debilidad estructural del Estado en los países en desarrollo para acometer cambios de semejante calado. No deja de lado tampoco la propia configuración del gabinete responsable de la ejecución de las reformas para el que fue reclutado como parte del equipo de tecnócratas. Un grupo respetado académica y profesionalmente pero inexperto políticamente y sin vínculos con el partido de gobierno. La designación de ese equipo fue, asienta, una “abrupta partida”, reñida con la práctica habitual de los gobiernos.
Ese equipo de profesionales debió además compartir el gobierno con otros ministros que a decir de Naím tenían visiones “diametralmente opuestas” y que fueron muy efectivos para enlentecer el proceso, distorsionar algunos aspectos de su implementación y contribuir al clima adverso que rodeaba la ejecución de los cambios. “El gabinete, concluye, fue detrás del Congreso una de las fuentes más importantes para distorsionar y retrasar la ejecución de las reformas”.
Un Congreso en el que, además, en la fracción de su partido eran minoría los aliados del presidente, dominada por las tendencias internas que había derrotado en las elecciones para la candidatura presidencial.
El periodista Ricardo Escalante, profundo conocedor de la vida interna de Acción Democrática, de sus líderes, de sus simpatías y sus enconos, advierte que Pérez incurrió en omisiones que luego tuvieron un peso determinante en la ejecución política. “Desestimó a sus enemigos alfaro-lusinchistas y tenía un sentido desmedido de su capacidad de seducción cuando expusiera sus razones, y fueron equivocaciones costosas”, anota.
Y recuerda los procesos para escoger en el seno de AD a quienes postularían para la Fiscalía General de la República -para la que resultó designado Ramón Escovar Salom, que sería una figura clave en la puntada final- y para la presidencia del Senado, a la que aspiraba David Morales Bello, el jefe de su exitosa campaña electoral.
El centenario de Pérez convoca a la conversación y el debate. Hombre de aciertos y errores –“como todo líder importante”, dice Felipe González-, de coraje probado, apertura de ideas y de una generosidad hasta suicida, fue una figura singular de la democracia venezolana, tan imperfecta como añorada. Cuando el país se reconstruya, ojalá haya el ánimo, la entereza y la cohesión para un viraje de fondo.
@jconde64