Las fake news, el dilema crónico entre la luz y la oscuridad

“Las fuerzas oscuras del fanatismo, de la posverdad, del autoritarismo, las corrientes que hacen un uso instrumental de los hechos para favorecer sus intereses, deben ser confrontadas por las fuerzas de la verdad: el factchequeo, el cotejo informativo, el tratamiento profesional de la información y la promoción del uso responsable. Se dice fácil, pero en la ecuación viene enfundado un complejo esfuerzo ciudadano orientador”.

La queja más común de los académicos y teóricos de la comunicación sobre el estado de la información en los años ‘90 consistía en responsabilizar a las grandes corporaciones mediáticas de traficar tendenciosamente con las noticias, de omitir unos ciertos relieves en favor de otros, y de moldear los pareceres de las audiencias para consolidar su dominio sobre las masas en los contextos de la democracia.

Fueron muchas las reflexiones volcadas por entonces -y antes, y después- en torno a los perniciosos efectos que, sobre el debate público y el ideal democrático, dejaban colar en el cuerpo social la prepotente influencia de autoridades sociales “de hecho”: cierto tipo de intereses y de poderes que tendían a maniatar y desnaturalizar la voluntad general llevando la voz cantante en materia de consumo y entretenimiento, moderando, en el campo informativo, un juego de naipes en el cual las cartas estaban marcadas en función de sus objetivos.

El debate sobre el papel de los medios de comunicación y el fuero público del empresariado antecede con mucho cualquier marco autoritario de cuño reciente, y, en el mundo desarrollado, constituye uno de los grandes nudos a zanjar cuando toca medirse f frente a frases como el verdadero significado de una democracia, la rendición de cuentas y la soberanía popular.

“La democracia comunicacional que promueven las redes concretan una conquista ciudadana con unos alcances imposibles de regatear”

La revolución digital y el hito de las redes sociales han producido transformaciones radicales en torno a conceptos como el consumo, el tratamiento de noticias y los debates de opinión pública. Esta circunstancia ha debilitado el perfil tutelar de aquellas corporaciones que lucían infalibles. Las cosas no suceden necesariamente porque esto o aquello “salió en el periódico” o “lo dijo la tele.”

El licuado del momento a la hora de informarnos, como sabemos, es otro: junto al filtro de los medios tradicionales emergen los influencers, potenciados por sus seguidores; los podcast y los canales de Youtube; los debates y videos que se viralizan en el WhatsApp; los perfiles de Instagram y TikTok. La comunicación se ha fractalizado; el micrófono ahora es potestad de cada ciudadano que así lo desee, llevando hasta sus últimas consecuencias -porque algunas no son tan buenas- el criterio de la democracia.

Las masas son ahora, también, sujeto informativo y miembros del estado de opinión. El señorío todopoderoso de la radio y la televisión en el ejercicio de la intermediación ha tenido que abrirle campo a desconocidos, “haters” y críticos tradicionales. Aun cuando sea cierto que unos cuantos supermillonarios -los propietarios de las redes sociales- se reserven la acción de oro para ejercer la censura, acumulen una peligrosa cantidad de poder en relación al hecho público y tampoco hayan sido electos o designados por nadie.

La revancha de las dictaduras

La revolución digital y la expansión de las comunicaciones interpersonales han hecho aún más complejo el ejercicio de la censura; si bien los dictadores y los sistemas dictatoriales siguen encontrando subterfugios para neutralizar aquellos contenidos que les perjudiquen y redactan leyes para penalizar el ejercicio de las libertades.

Las televisoras, la radio y la prensa referencial siguen y seguirán existiendo, si bien ha quedado algo lastimado su ámbito de influencia, su carácter rector y su impacto cultural. Poco más o menos ocurre con las dictaduras y las autocracias en el aspecto informativo: existen, pero han tenido que ablandar algunos de sus fundamentos y procedimientos respecto a los modelos del pasado para poder garantizar sus intereses hegemónicos deshonestos.

“El totalitarismo moderno no puede evitar que el mundo siga avanzando ni evadir los mandatos de la sociedad global como un estado de la historia”

El diagnóstico marxista en materia de consumo de cultura -aquel según el cual Occidente fragua una sociedad “unidimensional”, que sostiene que la publicidad y el consumo son males sociales a erradicar, que la influencia de las televisoras debilitan el juicio, y que el entretenimiento consolida nuevos modelos de dominación sobre la voluntad de las personas, hace mucho ha quedado rebasado y completamente obsoleto.

El totalitarismo moderno no puede evitar que el mundo siga avanzando ni evadir los mandatos de la sociedad global como un estado de la historia. Por eso ha decidido redoblar la apuesta y depurar sus mecanismos. Desde hace unos años para acá, con el colapso político del comunismo, los modelos políticos liberales y multipartidistas han podido al menos duplicar sus ámbitos y espacios de influencia en los cinco continentes. Sin embargo, la ola democratizadora ha perdido ímpetu en esta hora, los gobiernos abiertos fracasan, los sistemas multipartidistas fundamentados en el pacto cívico son perforados por el populismo carismático, la simplificación fanatizada, los prejuicios culturales, las verdades preconcebidas y el primitivismo nacionalista.

El nuevo ajedrez del debate público

El nuevo careo entre la milenaria pugna que tiene la humanidad entre la luz y la oscuridad, entre la verdad y la mentira, entre la libertad y la esclavitud, entre la democracia y la dictadura, la percepción consolidada de los hechos en sociedad, y el criterio que podamos formarnos sobre ellos, tiene hoy en las redes sociales uno de sus campos de batalla por excelencia.

Ya comienza a ser común que sean ahora las radios, televisoras, prensa y medios tradicionales, los antiguos zares de la comunicación pública, los que salgan a consumir matrices y a cotejar circunstancias en el campo del debate reticular global. Además de censurar, legislar para la censura e imponer sus directrices corrompidas, las autocracias tienen que reclutar a nuevos ejércitos de individuos que, por cuenta propia, deben estar completamente dispuestos a mentir para seguir existiendo.

Así nacen los famosos bots, toman cuerpo los laboratorios, se expande el bullying, se promueven etiquetas injuriosas, se organizan guerrilleros comunicacionales. Forjar noticias, o presentarlas tendenciosamente, es ahora una sencilla operación de fabricación casera. Una operación que antes era al mayor y ahora es al detal. Sobre la base de artificios, muchos incautos terminan de organizar sus puntos de vista, y toman decisiones equivocadas, y son estafados cotidianamente.

Las fuerzas oscuras del fanatismo, de la posverdad, del autoritarismo, las corrientes que hacen un uso instrumental de los hechos para favorecer sus intereses, deben ser confrontadas por las fuerzas de la verdad: el factchequeo, el cotejo informativo, el tratamiento profesional de la información y la promoción del uso responsable. Se dice fácil, pero en la ecuación viene enfundado un complejo esfuerzo ciudadano orientador de enorme importancia.

La democracia comunicacional que promueven las redes concretan una conquista ciudadana con unos alcances imposibles de regatear. Habrá que trabajar muy duro para que este haber no le abra las compuertas a la anarquía, y siga siendo una incubadora de supercherías populares.

Fortalecer el valor de la verdad y trabajar duro con las herramientas de la educación cívica, también en el marco del activismo ciudadano. Incluso si una información no nos gusta, nos duele o no nos conviene, siempre será mejor permitirla circular y asumirla para fortalecer el hábitat de la convivencia y la libertad.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.