Cómo murió nuestra democracia, la única que teníamos
El desencanto con los partidos políticos venezolanos de aquel entonces no era gratuito. Todos, especialmente los más grandes, estaban fracasando: aburguesados y sin perspectiva histórica; tolerantes, y en ocasiones promotores de la corrupción; distanciados de la pobreza, salvo cuando era necesario hacer proselitismo electoral. Maquinarias electorales que se justificaban sobre sí mismas, divorciadas de las urgencias nacionales. Y aunque en el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez “se hicieron enormes esfuerzos por fortalecer el Estado federal (…) importantes logros concretados en muy poco tiempo”, no fue suficiente.
Al diagnosticar las causas del fracaso de la Democracia, Arturo Uslar Pietri afirmó en numerosas ocasiones que el acuerdo político que habían formalizado, en particular, Acción Democrática y Copei para dotar de contenido los espacios institucionales del país y servir de soporte al criterio de la alternabilidad, se había desnaturalizado por completo. Bajo ese parámetro, afirma, se desarrolló en Venezuela el vicio cultural del reparto de cuotas y se desconfiguró la posibilidad de tener una auténtica oposición en el debate público.
Vocablos como “pacto” y “negociación” -filamentos constitutivos de cualquier democracia y conquistas culturales que habían costado años de sangre, sudor y lágrimas- estaban sumamente desacreditadas en la Venezuela de los años ‘90.
Después de los desmanes del “Caracazo” de 1989, los dos grandes partidos del sistema, Acción Democrática y Copei, entraron en una prolongada zona de decadencia de la cual, finalmente, no se pudieron recuperar jamás. Se acercaba el fin del bipartidismo como nodo hegemónico de la Venezuela de entonces. La ciudadanía quería disfrutar de sus libertades públicas, pero entonces ya estaba muy vivo el interés de liberarse de la tutela de “la partidocracia”, de asumir el debate público desde la independencia de criterios, de promover formas electivas nominales que promovieran el voto consciente.
La grima frente a la palabra “pacto” solo era superada por la prevención a “los cogollos”, las cúpulas dirigentes de los dos grandes partidos del sistema, en las cuales, de acuerdo a la leyenda, tenían residencia los vicios del subdesarrollo cultural: componendas entre particulares que perjudicaban el interés público; corruptelas y negocios a la sombra del poder; tráfico de influencias como vicio social; sectarismo y nepotismo en el manejo de la cosa pública.
Los cogollos partidistas eran, de acuerdo a una convención muy extendida -y completamente acertada-, conciliábulos que secuestraban la voluntad mayoritaria e impedían el genuino desarrollo de la soberanía.
I
El desencanto con los partidos políticos venezolanos de aquel entonces no era gratuito. Todos, especialmente los más grandes, estaban fracasando: aburguesados y sin perspectiva histórica; tolerantes, y en ocasiones promotores de la corrupción; distanciados de la pobreza, salvo cuando era necesario hacer proselitismo electoral. Maquinarias electorales que se justificaban sobre sí mismas, divorciadas de las urgencias nacionales.
De la década de los ‘80 a la de los ‘90, el músculo del activismo profesional e independiente de la clase media tomó cuerpo y comenzaba a ocupar su espacio en el debate público.
La “sociedad civil” que ahora conocemos, se colocaba los pantalones largos en materia de participación política. Crecía la convicción de que la ciudadanía podía asumir retos públicos por cuenta propia, liberados de la politiquería. La debacle del bloque soviético y la caída del Muro de Berlín le abrieron campo a la prédica empresarial y a las perspectivas individuales. Hasta los años ‘80, proclamarse “adeco” era extremadamente común en las conversaciones cotidianas de la gente, con la misma naturalidad que “caraquista”. A partir de entonces, asumirse “independiente”, descreer de los partidos, comenzó a ser una postura pertinente y en expansión.
II
Una vez consumada la catástrofe social del “Caracazo” y comenzar la decadencia de la Democracia Puntofijista, el intelectual, político y escritor Arturo Uslar Pietri, el venezolano con mayor autoridad de aquel entonces, se puso al frente de una corriente de opinión que, con sus matices, cuestionaba los procedimientos clientelares de Acción Democrática y Copei, y, en general, algunos fundamentos constitutivos del sistema democrático representativo, los principios económicos e institucionales, los parámetros culturales de cohabitación que lo animaban.
El epicentro del relato crítico de Uslar era el entonces presidente en funciones, Carlos Andrés Pérez. El tono de Uslar, habitualmente prudente, fue cediendo paso a partir del 1989 a una postura descarnada, intrigante y apocalíptica conforme aquella crisis fue aumentando en intensidad. Con ella vinieron sus solicitudes para hacer renunciar al Presidente electo.
La interpretación de Uslar en torno al fracaso del statu quo la hizo suya, a partir de entonces, parte importante del aparato cultural del país, habitualmente con interpretaciones de izquierda, y también en los sectores empresariales, mucho más poderosos que ahora, en cuyas entrañas existían personas que tenían sus propias aspiraciones de poder. Sobre ese torrente antipolítico entró a navegar, también, buscando regresar a Miraflores, Rafael Caldera.
Los contenidos de la televisión venezolana, instancia que tenía un enorme poder cultural y político y una gran influencia en la población, se filtraron en la percepción cotidiana de la población, y fomentaron con algún exceso la indignación pública en aquella, la era del espectáculo y el entretenimiento nacional.
III
Parte importante de los argumentos de Arturo Uslar sobre las fallas de la democracia y las taras culturales de la política venezolana estaban completamente fundamentados y formaban parte de una reflexión personal con muchos años de maduración. La democracia venezolana, solía afirmar, estaba urgida de una cirugía que la reconectara con las aspiraciones de la población.
Por lo demás, estaba llegando hacia 1990 un buen momento en Venezuela y el mundo para que la política y el aparato estatal replegaran sus sombras sobre la dinámica ciudadana. El ocaso del comunismo trajo consigo, como consecuencia colateral, una actitud revisada sobre la pasión política, sobre la politización de la vida como circunstancia, completamente saludable, valga agregar, para fortalecer el hábitat de la libertad.
En sus libros, conferencias y artículos de prensa, Uslar solía razonar sobre los vicios de las dádivas oficiales, el carácter clientelar de Acción Democrática, la necesidad de fomentar la formación para el trabajo, la descentralización política, la corrupción administrativa, el fomento a la inversión nacional y extranjera. Una y otra vez, Uslar abonaba sobre la que fue una de sus grandes obsesiones como intelectual y político: el peso agobiante del Estado sobre el desarrollo humano y sus consecuencias sobre el progreso del país.
Aunque fue un consentido de la opinión pública, Arturo Uslar, por numerosas razones, nunca llegó a considerar a la democracia puntofijista como un experimento del cual formara parte. Uslar reconocía algunos méritos en aquel régimen, pero siempre tuvo hacia su desempeño y resultados una actitud prescriptiva y distante. Todavía hoy, de voz de gente calificada, podemos escuchar, por insólito que parezca, conclusiones desdeñosas sobre “el pacto de élites” y la democracia representativa como un modelo indeseable.
IV
La arremetida de Arturo Uslar y parte importante del país nacional de 1991 y 1992 -expresada en el grupo de opinión “Los Notables”- en contra del gobierno de Carlos Andrés Pérez, orquestada en el marco de la dimensión espectacular de la televisión, produjo la irrupción de Hugo Chávez en la política como un fenómeno irreversible. Aquel golpe fue ovacionado por parte importante del país.
En el desarrollo de estas tensiones quedó muy lastimado el fundamento de la cohabitación y respeto a la diferencia sobre el cual se estructura el ideal democrático y alternativo, que había logrado asentarse en la población con éxito en el pasado. Los diagnósticos sobre el presunto carácter “falso” de los acuerdos republicanos liberaron los demonios de la irracionalidad, el odio y la negación del adversario sobre el cual navegaron con enorme astucia personajes como José Vicente Rangel.
Sobre el asco a los partidos, la indignación con la “cogollocracia”, el rechazo a la política y la insistente prédica en torno a la ilegitimidad de las autoridades electas, regresó el tic nervioso de la violencia y la imposición. De tanto invocar el golpe, regresamos a la zona del golpismo.
Era cierto que el Poder Judicial de aquellos años dejaba mucho que desear, y que la dirigencia de la democracia estaba obligada a salir de su letargo y anestesiado aburguesamiento.
También era verdad que el gobierno de Pérez impulsaba un interesante proceso de descentralización política, exitoso en muy buena medida, gracias al cual se avanzó en la elección de gobernadores y alcaldes y se fortalecieron los estados como unidades políticas. Se privatizaron activos, se redujo el proteccionismo, se atenuó el intervencionismo estatal, se privilegió la gerencia pública, se alejó a Acción Democrática de la toma de decisiones, se hicieron enormes esfuerzos por fortalecer el Estado federal y la inversión extranjera.
Pese a que se trataba de importantes logros concretados en muy poco tiempo, ni para Uslar, ni para nadie, fue suficiente. Sobre esa nueva realidad, Chávez llegó al poder en una consulta popular en enero de 1999.