La paradoja de Carlos Andrés Pérez
El asedio a Carlos Andrés Pérez a comienzos de los años ‘90 se ha convertido, con el tiempo, en una amarga paradoja, en un contrapunto irónico frente a la irremediable ruina gestada en estos años. Algunas de las advertencias que entonces enviaba el propio dirigente adeco sobre los odios irreconciliables y el canibalismo político cobran hoy un significado particular.
Fue Carlos Andrés Pérez el dirigente político del siglo XX que expresó con mayor elocuencia y con más simetría las debilidades y las máculas, las luces y las sombras, el balance definitivo del sistema democrático fundado en 1958. Tengo la impresión personal de que, con el paso del tiempo, el juicio histórico que se consolidará en las futuras generaciones en torno al régimen puntofijista se irá pareciendo mucho al de su propia persona. En lo malo y en lo bueno.
Por estos días, muy cerca de arribar a su centenario, en pleno desierto de la decadencia, a Pérez se le recuerda de una forma algo idealizada, con una nostalgia un poco superficial, no muy diferente al odio encarnizado que alguna vez se promovió en contra de su persona.
Acciones en alza
Luego de un prolongado ocaso, las “acciones” de Pérez están hoy en alza en el Dow Jones de la historia, del mismo modo en que lo está el propio régimen democrático frente al contrapunto del naufragio administrativo revolucionario. Hasta los comienzos de la década anterior, tanto Pérez como el puntofijismo eran cosa del pasado, causa perdida, constructos que el país quería dejar atrás, objeto del disgusto público. Expresiones de un fracaso sobre el cual se forjaba el parto político del chavismo, un movimiento que entonces era toda una promesa popular.
El paso del tiempo ha convertido en risueños juegos de niños los pecados de la Democracia frente a las graves atrocidades cometidas por el chavismo en la administración de los recursos del país y las garantías sociales a los ciudadanos. Hoy tenemos una nación más pobre, más endeudada, menos soberana, más debilitada, más corrompida y más quebrada de lo que alguna vez nos hayamos podido imaginar en la década de los ‘90.
El asedio a Carlos Andrés Pérez en su segundo gobierno se ha convertido, con el tiempo, en una amarga paradoja, en un contrapunto irónico frente a la irremediable ruina gestada en estos años. Algunas de las advertencias que entonces enviaba el propio dirigente adeco sobre los odios irreconciliables y el canibalismo político cobran hoy un significado particular.
La memoria de Pérez queda reivindicada, por otra parte, cuando se repara en lo desproporcionada que luce en este tiempo la arremetida que tuvo en su contra durante su segunda presidencia. Particularmente, por los costosos efectos que ella trajo consigo, todos los cuales pudimos apreciar en su cabal dimensión varios años después.
Sin duda que tuvo CAP pecados importantes y expresó insuficiencias que retratan los rezagos culturales y cívicos del venezolano de este tiempo. Pero su presencia en el poder, que tenía un mandato constitucional muy expreso, no constituía, como se creyó, el comienzo ni el final de ninguna crisis, ni era necesaria su renuncia para salvar a la democracia, ni era verdad que una autoridad electa debía ser depuesta por ilegítima usando cualquier artificio a causa de una tormenta de impopularidad. Las leyendas sobre los excesos de la vida personal de Pérez no pasaron de ser supercherías, y los relatos sobre la corrupción personal y de su entorno fueron bastante exagerados.
La segunda presidencia de CAP transcurrió en un momento particularmente hegemónico de la televisión y la radio como actores sociales dueños de la opinión nacional. En los años ‘90 se produjo un recalentamiento del debate público y se sobredimensionaron las causas de aquella crisis. Tomaron vuelo las apetencias personales, los deseos de venganza, las cuentas individuales de editores y gerentes. La sociedad de masas se dedicó a explotar, para sus propios fines, el descontento popular luego del “Caracazo” del ‘89. El espectáculo televisivo entró a debatir en la política venezolana y terminó cristalizando una indignación desproporcionada en contra de la política y la gestión política como asiento del interés general. En 1992, el villano era Pérez, el Presidente electo en funciones, y el héroe era Hugo Chávez, el golpista que acaudilló un procedimiento en su contra desde el sigilo.
El claroscuro perecista
Ninguna de estas reflexiones pretende excusar a Carlos Andrés Pérez de sus responsabilidades y graves fallas al frente del manejo de crisis de Estado como la que tuvo lugar en el “Caracazo” de 1989, y de algunas graves acusaciones lanzadas a su persona en materia de violaciones a los Derechos Humanos.
De alguna manera, además, fue CAP el artífice de su propio hundimiento. El extravío político de líder andino en los momentos más dramáticos y decisivos de su vida pública hizo posible que varios complots urdidos en su contra tomaran vuelo con enorme rapidez. A diferencia de lo que había ocurrido en el pasado, en esta ocasión sus enemigos triunfaron.
A Pérez se le advirtió sobre el malestar social de 1989; se le informó sobre la conspiración golpista que se gestaba a sus espaldas en 1991 y se le previno sobre las maniobras judiciales que se adelantaban para sacarlo de la Presidencia a finales de 1992. A nada de esto le prestó la atención debida.
Víctima irremediable de su vanidad, Pérez pudo haber hecho mucho más para enfrentar los peligros que tuvo frente a sí, que finalmente eran los mismos que corría todo el régimen democrático. Con el fin de la estrella de Carlos Andrés Pérez y la forja del golpe militar de Chávez -un episodio aplaudido y justificado por parte importante del país nacional de 1992- quedó sentenciado el futuro de la Democracia en Venezuela. El país no era capaz de saber eso en el gobierno de Rafael Caldera: vino a darse cuenta cuando ya estábamos en la fosa del chavismo.
La creación de Petróleos de Venezuela; las Becas Gran Mariscal de Ayacucho; los trabajos de electrificación de Cadafe: Monte Ávila Editores; el fortalecimiento de Edelca; el Puerto Libre de Margarita; la experiencia de Venalum; el Conac; las inversiones en el sector siderúrgico; el avance petroquímico; el Ministerio del Ambiente; la creación de los parques nacionales; el fomento a las artes y el cine nacional; la elección directa de los gobernadores y alcaldes; la descentralización como tesis política; fueron importantes aciertos de las gestiones de Pérez, como también lo fueron aspectos fundamentales de su sobresaliente estrategia internacional.
Pérez privilegiaba el conocimiento técnico, supo rodearse de competentes gerentes públicos, tenía espíritu flexible y una enorme capacidad de trabajo. Supo someter a prueba su palabra institucional y aceptó salir de la Presidencia para ser sometido a un discutido juicio por peculado, amañado y teledirigido, sobre el cual se ha debatido en el pasado en varias ocasiones. Lo hizo como un demócrata, atendiendo el celo institucional y aceptando la afrenta aún a sabiendas de la conjura planteada.
Conspiraron contra su influjo y sus resultados como hombre público su falta de auctoritas, su distanciamiento con los intelectuales y formadores de matrices de la opinión pública de entonces. Su lejanía con el país cultural de su tiempo, alineado casi todo a su izquierda; una zanja tan cierta y elocuente como las que existía con las universidades privadas y los sectores conservadores, cercanos a la democracia cristiana, que tendían a despreciarlo por no tener un título universitario, no ser un orador sobresaliente o no tener obra escrita.
No pudo Pérez retomar el control de su partido, no quiso adelantar ninguna tarea anticorrupción, no tenía la influencia que creía tener sobre el mundo sindical de su tiempo. Las secuelas del “Caracazo” habían borrado del mapa su proverbial popularidad y ascendencia entre las masas, y jamás lo quiso reconocer.
En pleno auge de la sociedad de masas, en un contexto en el cual cada venezolano se sentía con derecho a sostener cualquier disparate, sobre su persona se fueron acumulando una inusitada secuencia de estrafalarias leyendas que fueron tenidas como verdades incontestables por mucho tiempo, en la cual se juraba sobre la veracidad de su adicción a la cocaína; sus cuentas pendientes con la justicia internacional; sus empresas asociadas con la familia Cisneros; el alerta a su persona en los aeropuertos o su presunta propiedad de la Torre Las Delicias, el edificio en el cual estaban asentadas sus oficinas en el último piso.
Carlos Andrés Pérez pudo haberlo hecho mejor, pero hizo cosas muy importantes. Su legado es tan orgánico que Acción Democrática tuvo que abjurar de su postura negacionista y readmitirlo de nuevo como uno de los referentes de su organización. Por disparatado que pueda sonarnos, sobre algunos años de su gobierno, sobre la zona de su primer mandato, la nación vivió algunos de los momentos más felices, distendidos y socialmente plenos de toda su historia.