La puerta giratoria, versión internacional

Al régimen de Maduro no le interesa democratizarse. Su estrategia es simple: secuestra, intercambia, negocia… y repite. Todo sin ceder un milímetro en derechos, justicia o libertad.

El régimen de Nicolás Maduro ha perfeccionado una de sus tácticas más efectivas: la puerta giratoria de la represión. Una estrategia que consiste, básicamente, en detener a unos mientras libera a otros, con el único propósito de mantener el control, obtener réditos políticos y proyectar una falsa imagen de apertura. Lo acabamos de ver con nitidez: mientras se anunciaba la excarcelación de al menos ochenta personas entre nacionales y extranjeros, se denunciaron más de diez nuevas detenciones en el país. Así opera el chavismo: por cada puerta que parece abrir, cierran el doble.

El reciente intercambio de presos entre Venezuela y Estados Unidos, con la mediación de El Salvador, es una nueva expresión de esta dinámica. El régimen entregó a diez ciudadanos estadounidenses detenidos arbitrariamente y liberó a unas pocas decenas más como parte del acuerdo. A cambio, recibió a varios privados de libertad salvadoreños, presuntamente vinculados a redes criminales como el Tren de Aragua. Sí, los mismos del Tren de Aragua, acusados de operar libremente desde Venezuela, están de regreso al país que alguna vez negó siquiera su existencia.

Esta táctica de detener, intercambiar, liberar y volver a detener, le ha funcionado al chavismo sin mayor contrapesos y por eso no deja de aplicarla. Le permite obtener legitimidad y protagonismo internacional sin ceder ni un ápice en el fondo: no hay reformas, no hay justicia, no hay cambios estructurales. A muy bajo costo político, se asegura interlocución con actores internacionales que, en la búsqueda de “resultados”, terminan legitimando su poder, así sea como el secuestrador que negocia a sus rehenes.

Así, mientras los solicitantes de asilo regresan desamparados al país del cual huyeron, sin acceso a justicia, ni protección internacional, ni reconocimiento político de su lucha, el régimen celebra otro triunfo estratégico. Uno que le permite proyectar “buena voluntad” hacia Washington, mantener a su antojo el flujo de presión y distensión, y garantizar que el intercambio de personas siga dependiendo únicamente de su poder discrecional. La puerta giratoria sigue girando, pero no es el azar quien decide quién entra o quién sale. Es el régimen.

Y mientras tanto, ¿quién paga el precio? Los familiares, los amigos, los compañeros de lucha de quienes siguen tras las rejas. Son ellos quienes sufren el costo real: meses, años de vida robada en un juego donde sus seres queridos se convierten en fichas de negociación. Para ellos no hay acuerdos, ni aviones de rescate, ni fotos de bienvenida en la pista. Solo incertidumbre, duelo anticipado y una espera que se eterniza.

Este nuevo episodio confirma que la represión en Venezuela ya no es solo una herramienta de control interno, sino también una estrategia de política exterior. Una en la que el régimen no necesita concesiones democráticas para sentarse en la mesa; le basta con tener rehenes. Y lo más grave: el mundo empieza a tratarlo como tal. Como si la interlocución con un secuestrador fuese parte de la normalidad política en tiempos difíciles.

En este escenario, ser optimista no solo es difícil si no que puede ser irresponsable. Porque este tipo de acuerdos, en ausencia de una estrategia clara de democratización, terminan siendo simples reacomodos del autoritarismo. No avanzamos hacia una transición. Por el contrario, parecemos seguir retrocediendo pasos. Y cada vez que lo hacemos, se desdibujan un poco más las fronteras entre la justicia y el trueque, entre la diplomacia y la claudicación.

La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.